La autoestima dependiente y contingente (ya sea alta, baja, estable o inestable), vinculada a la aprobación de los demás, es una conducta aprendida por nuestra mente, principalmente en nuestra infancia y adolescencia. Dependiendo de nuestras respuestas a ella, puede convertirse en una barrera importante para nuestro desempeño familiar, social, académico y profesional, así como para nuestro autocuidado y la construcción de nuestro autoconcepto auténtico.
Cuando definimos con sinceridad e intimidad nuestro autoconcepto, pensamos en nuestra persona de forma integral, cómo nos percibimos y cómo nos comprendemos. Abarcamos la percepción, observación y comprensión en primer lugar como ser humano, nuestras características físicas, nuestra resiliencia, nuestra autoeficacia, roles sociales, creencias, valores... y del mundo, de los cambios que transcurren ante nuestros ojos mientras cumplimos años.
La resiliencia y la autoeficacia son conceptos relacionados pero diferentes. Nuestra resiliencia es la capacidad que todos tenemos para adaptarnos, recuperarnos y crecer frente a situaciones de adversidad, trauma, estrés o dificultades que todos tenemos a lo largo de nuestra vida. La resiliencia implica nuestra habilidad de resistir, resolver, superar y aprender de los desafíos, fortaleciéndonos en el proceso. Si la identidad propia (el autoconcepto, la conciencia de nuestro yo) está bien construida, con perspectiva, es auténtica, formaremos un alto nivel de resiliencia psicológica.
Nuestra autoeficacia es nuestra creencia en la capacidad que tenemos para ejecutar y completar con éxito una tarea específica o alcanzar un objetivo en particular. Puede conllevar en muchos contextos a una competencia con los demás, o con nosotros mismos.
Siendo esta competencia equilibrada y positiva se basará en la confianza que cada uno tenemos en nosotros mismos para manejar situaciones que transcurren en nuestra vida (que son presente e inmediatamente pasado) y lograr el progresivo rendimiento, desarrollo, deseado conforme a nuestros verdaderos valores y desde nuestras fortalezas y debilidades. La autoeficacia influye en el nivel de esfuerzo y persistencia que estamos dispuestos a dedicar a una tarea, así como en su capacidad para enfrentar desafíos y superar obstáculos.
El autoconcepto, nuestra identidad, yo, ego, es una construcción cognitiva, una conducta privada, que hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra vida, desde bebé hasta nuestra adolescencia y está condicionada por nuestra autoestima: cómo evaluamos el valor que tiene para nosotros nuestra imagen, nuestras competencias, nuestras creencias... y el grado de seguridad percibido en nuestro contexto familiar y en las relaciones cercanas.
El establecimiento de la identidad propia es la tarea de desarrollo psicológico más importante. Si el desarrollo de la identidad es bueno, auténtico (no impuesto, explícita o implicitamente) no solo está estrechamente relacionado con la mejora de nuestra forma de ser y estar en el mundo y nuestro crecimiento saludable, sino también con nuestra adaptación a la vida social y laboral/académica con una autoestima no limitante, no incapacitante y un aprendizaje real de la experiencia de bienestar.
Una identidad auténtica nos permite directamente observar con perspectiva, ver, ser y estar en el mundo tal y como es, en lugar de que sea nuestra mente, a través de sus aprendizajes en nuestros contextos, nos diga cómo y qué es. Sabemos que la mente es parte de nosotros y aceptándola y siendo amable con ella, le damos espacio, para visualizar nuestra esencia que es aprovechar la vida, haciendo lo que es importante, sabiendo verdaderamente lo que es importante para nosotros y actuando en la vida conforme nuestros valores.
La autoestima, que determina la estabilidad de nuestro autoconcepto, nuestra resilencia y nuestra autoeficacia, es un constructo, un concepto configurado por unos pensamientos de nuestra mente sobre nosotros mismos (conducta privada y subjetiva), de nuestro propio valor, intrincado, aprendido, moldeado y modelado en nuestras interrelaciones, nuestras experiencias, con nuestro entorno, desde la temprana crianza (con el tipo de apego seguro/inseguro desde bebé) y la adolescencia, en la familia más íntima, y condicionado en el contexto de aprendizaje de una sociedad y cultura impregnadas de normatividad, normalidad, competitividad y perfeccionismo, así como de críticas y juicios públicos.
La autoestima de cada uno de nosotros se construye en nuestra mente, de forma subjetiva, sobre marcos relacionales (verbales y no verbales) aprendidos con nuestras experiencias personales, comparaciones sociales, en las relaciones con las personas queridas, y responde a cómo nos sentimos, cómo nos valoramos, cómo confiamos en nuestras capacidades, competencias, habilidades...
Esta autoestima es contingente cuando depende de factores externos como el logro de resultados conforme objetivos y estándares autoimpuestos no realistas, alejados de nuestros valores, o aquellos objetivos definidos por personas relevantes denota una fuerte dependencia de la retroalimentación externa positiva, lo que surge porque no consideramos que el nuestro yo tenga un valor intrínseco, sino que vinculamos su valor al éxito, a ganar.
En muchas ocasiones, en la mayor parte de los seres humanos que no hemos tenido una educación perfecta, se configura exclusivamente como dependiente y contingente, a base de comparaciones sociales, juicios y críticas externas, vinculados a una norma, a un promedio inexistente (“lo normal”), ya sea familiar, social, educativo o relacionado con la presencia física, la imagen corporal pública (constantemente nos indican qué es bueno o malo, guapo o feo, exitoso o fracaso, adecuado o inadecuado, correcto o incorrecto…). Y en esas comparaciones la percepción del niño, del adolescente, pueden ser más positivas que negativas, o más negativas que positivas.
Los cuidadores/padres somos el primer agente socializador responsable de transmitir los valores, creencias, reglas familiares y actitudes que darán forma a la manera de ser y estar en el mundo de los hijos adultos. Nuestro estilo de crianza se compone de actitudes y creencias relativamente estables, que reflejan nuestros valores y nuestras expectativas de comportamiento para nuestros hijos, incluyendo nuestra influencia de en la expresión emocional y el comportamiento de nuestros hijos.
Familia, amigos, colegas, profesores, tribunales, jefes, incluso desconocidos, desde un marco de inseguridad, se pueden convertir en autoridad en nuestra mente, para constituirse en jueces de nuestro valor, de nuestra estima y condicionan la valoración de nuestro esfuerzo, nuestra voluntad, cómo nos sentimos con nosotros mismos, nuestra autopercepción y en consecuencia nuestro autoconcepto.
Este aprendizaje contingencial dependiente de los contextos familiar, académico, social, cultural, religioso, espiritual, que nos rodean (seguro/inseguro, validante/invalidante, con amor, respeto y consideración/o sin ellos...), puede llegar a establecer marcos relacionales con reglas que consideren que para sentirnos dignos, valiosos y seguros, necesitamos cumplir expectativas externas, ser competitivos, necesitamos ser reconocidos, tenemos que pertenecer a un grupo, es decir una validación constante de los demás tanto de nuestra apariencia física, intelectual, competencial, como de nuestra capacidad de superar a los demás, como de alcanzar su estatus.
Esta dependencia de la validación externa, del juicio comparativo, un enfoque en lo que otros piensan, en lo que otros tienen o en lo que otros son, en lo que otros hacen es una barrera para llevar una vida auténtica, positiva en el sentido de que discurre en dirección a nuestros valores verdaderos, para la formación y consolidación de nuestra identidad, nuestro autoconcepto, con libertad.
Un contexto educativo, un estilo de crianza de los cuidadores altamente crítico, competitivo y comparativo continuo lleva a perder confianza e incluso desarrollar indefensión aprendida, reduciendo su voluntad de participar en la autoexploración, autocomprensión, auto conociminto y autoaceptación y sentirse motivado para esforzarse por crecer y desarrollarse con metas en el futuro. Los estilos negativos de crianza parental, como el control parental y la comparación y competición excesiva, harán que los hijos presten demasiada atención a los resultados, a ganar y perder, ignorando la realización de su propia valía, produciendo autoconceptos más negativos, lo que a su vez conducirá a una evaluación y unos pensamientos irrazonables de sí mismos.
La consideración académica condicional y contingente de los cuidadores/padres es un tipo de comportamiento parental en el que el afecto y la aprobación de los padres dependen del resultado académico del niño. Los padres que lo utilizan suelen utilizar el chantaje emocional, por ejemplo, mostrar más afecto y atención a sus hijos cuando obtienen buenas notas, y menos afecto y atención cuando obtienen malas notas.
Una autoestima dependiente así construida nos conduce a más probabilidades de tener conceptos de nosotros mismos caracterizados por la incertidumbre, la inestabilidad y la inconsistencia, en contraste de una autoestima no dependiente con la que nacemos. Si no nos vemos a nosotros mismos valiosos y no aceptamos nuestro ritmo, nuestros logros y fracasos, nuestras fortalezas e imperfecciones nuestra mente desarrollará un sentimiento de duda acerca de nuestras capacidades y un sentimiento de insatisfacción con la vida.
Al enfocar nuestra vida en ganar, en el resultado y no en el proceso, únicamente nos dará satisfacción el logro y el éxito y para ello emplearemos mucho esfuerzo... pero en la vida no siempre el resultado depende del esfuerzo. Tenemos un mayor riesgo de frustración al conjuntar exigencias excesivas y fracaso en relación con nuestras aspiraciones de resultado. Al percibir que no alcanzamos los éxitos deseados ni recibimos feedback positivo a pesar de nuestros esfuerzos podemos procrastinar, abandonarnos y tirar la toalla.
Una autoestima así aprendida es un obstáculo que puede generar rigidez psicológica, lo que conlleva una constante preocupación por la imagen, por "el nivel", por el estatus que proyectamos. La flexibilidad cognitiva, de nuestros pensamientos, sentimientos, emociones... es la capacidad que todos tenemos para adaptar estrategias de procesamiento cognitico para enfrentarnos a contextos, situaciones con condiciones nuevas, incluso inesperadas. Cuando somos cognitivamente flexibles, nos ajustamos a los factores situacionales del momento presente y somos conscientes de las opciones y alternativas para ver la misma información
Nuestra mente inflexible, rígida, por una autoestima dependiente, puede nublarnos y bloquearnos con el acceso automático, no consciente, de sentimientos y sensaciones de desconfianza, inseguridad, vergüenza, vulnerabilidad, defectuosidad, insuficiencia, indignidad o humillación, que impactan directamente en nuestro sentido de seguridad, la confianza en nosotros mismos y en nuestras habilidades de afrontamiento y desempeño, y pueden alejarnos del verdadero bienestar que reside en nuestra aceptación y nuestro amor propio.
Si el sentido de nuestra vida encaja con estos marcos, se condiciona exclusivamente a nuestra comparación/competición social y de desempeño con otros, ya sea real o imaginaria, y puede generarnos inseguridad y envidia con sentimientos de inadecuación, inferioridad, injusticia e incluso mala voluntad. La condición mínima para que se desencadene la envidia es la comparación social ascendente. Nuestras relaciones interpersonales son más negativas que positivas, somos menos autónomos y más dependientes y perdemos competencia en el manejo en las demandas de la vida y de nuestro crecimiento personal. Al percibirnos como imperfectos somos cautelosos para evitar que se noten atributos negativos percibidos.
Si la autoestima por validación externa es el termómetro de nuestra concordancia, siempre, aunque sea incoscientemente, automáticamente, dependeremos rígidamente de los estándares impuestos en cada momento y circunstancia por la sociedad. Hemos internalizado la idea de que, para sentirnos bien, dignos y valiosos, necesitamos la validación de los demás, indicándonos en nuestro diálogo interno que estamos por encima, o, al menos, en la media.
La sociedad contribuye a que nuestra mente perpetúe esta regla al bombardearnos constantemente en las pantallas con mensajes que refuerzan la noción de que una autoestima alta es el antídoto universal, la panacea, para todos los problemas y para ser feliz y satisfecho y que una autoestima baja es casi una enfermedad.
Nos ofrece, para solucionar el problema de nuestra estima, para contrarrestarla, para que desaparezca, para eliminarla, para controlarla -cuando no es suficientemente alta, cuando nos preocupamos, cuando nos angustiamos por no nos sentimos suficientemente buenos o no encajamos en un grupo-, estrategias, ideas, lemas, mantras, terapias, coaching, libros de autoayuda, consejos espirituales, casi como si fuera una enfermedad, una patología, para elevarla, ya que, según la corriente imperante, una autoestima alta se presenta como una vacuna.
Nuestra mente al mirar a los demás acaba convenciendo a nuestro yo de que no somos lo suficientemente buenos en algo, nos juzgamos como deficientes de una u otra forma porque tenemos un déficit, que está dentro de nosotros y que podemos controlar con herramientas adecuadas, como si fuera tomar un medicamento.
Y se equivoca; es un problema en el contexto que nos rodea, en el que vivimos. Nadie puede valorar toda la complejidad, riqueza y versatilidad de nuestro yo, de nuestros múltiples yo desarrollándose en múltiples contextos. Y, por supuesto, nadie puede decir en qué momento nuestro yo no es suficientemente bueno, ni para quién no es suficientemente bueno, ni cuándo o en qué situación no somos lo suficientemente buenos.
Pero, ¿qué es realmente la autoestima dependiente, negativa, alejada de nuestros verdaderos valores? Es una conducta interna, un pensamiento, una sensación, incluso una emoción, aprendida como respuesta en el contexto inseguro que hemos vivido; algo intangible que reside en nuestra mente y no en el mundo real, que nos deja sin flexibilidad, sin perspectiva y a menudo nos sumerge en un bucle de sufrimiento, vergüenza, autocrítica, minusvaloración, empequeñecimiento y respuestas de evitación, queriendo pasar desapercibidos, invitándonos a llevar una vida falsa de apariencias y poses, con máscaras, negación y mentiras. Y en estas circunstancias la soledad puede acecharnos rápidamente por nuestra incapacidad para mantener relaciones cercanas, íntimas y con confianza, por nuestros pensamientos de inseguridad
Si hemos aprendido a vivir con una autoestima dependiente habitualmente baja, nuestro autoconcepto se habrá construido de forma negativa con pensamientos de nuestra mente, como "no soy lo suficientemente bueno" o "no hago lo suficiente" o "los demás son mejores, más capaces, más idóneos" o "no puedo hacerlo, es superior a mis fuerzas" o "no soy digno de ser amado" o "siempre hago algo mal" o "no valgo para" o "no tengo lo que se necesita" o "no estoy lo suficientemente preparado" o "volveré a fracasar porque me equivocaré como siempre" o "todos se reirán de mi y volveré a hacer el ridículo" o "soy una broma, nadie tiene interés en escucharme" o "nadie se toma en serio mis ideas" o "no les importa lonque opino", o"se darán cuenta que no tengo todas las respuestas" o "se darán cuenta que no soy lo que parezco y me rechazarán, me abandonarán" o "no tengo ni tiempo, ni energía para dar ese paso" o "no quiero volver a sufrir, a pasar por lo mismo"...
Son buenos ejemplos del lenguaje de la autoestima dependiente que nos hacen sentir mal, nerviosos, preocupados, dolidos, empequeñecidos, incapaces, incompetentes, insatisfechos, miedosos, inseguros, frustrados... y tienen un impacto negativo en nuestra confianza y motivación. En consecuencia nos condiciona nuestra capacidad para adaptarnos y superar las dificultades de nuestra vida y para actuar, tomar decisiones, emprender proyectos, avanzar hacia las cosas de la vida que nos importan.
La historia de nuestra autoestima dependiente nos anima a estar quietos, a procrastinar, sin salir de la zona de confort, viendo las pantallas, tumbado en la cama, nos perdernos en nuestra mente planificando obsesivamente hasta el último detalle, dejando que la vida, el mundo, continue sin nosotros.
Si nuestra mente, ocasionalmente, en un determinado contexto, percibe que estamos por encima de la media de otras personas, experimentamos una autoestima dependiente alta y estamos motivados para emprender, con tranquilidad, acciones e incluso desafíos a sabiendas de recibir refuerzos positivos de los demás. En el caso de la autoestima dependiente habitualmente alta, nuestro autoconcepto está condicionado por nuestra mente con frases como "Yo soy perfecto", "Soy superior a los demás", "No necesito comprender las emociones de los demás" , "El rechazo es intolerable" , "El fracaso es un signo de debilidad" , "Siempre debo tener éxito" o "La crítica significa que no soy bueno" pueden generanos inflexibilidad psicológica.
Si es nuestro caso nos lleva a evitar situaciones sociales desafiantes por miedo a ser juzgado y perder nuestra superioridad, negamos y mentimos, no reconocemos errores, nos autojustificamos, y culpabilizamos a los demás y somos menos receptivos a la crítica constructiva con gran dificultad para aceptar consejos, salvo en cosas que consideramos vanales. Somos y estamos tan inseguros que lo compensamos reflexionando en bucle, sintiéndonos y creyéndonos superiores y caminando por la vida con un orgullo insano, destructivo.
Así, nuestras acciones diarias se ven condicionadas por esa hiperreflexibilidad que nos enreda en el mundo de la mente y nos aleja de la vida que deseamos vivir en el mundo real, sin siquiera discriminarla... y la vida se nos va.
La autoestima dependiente, tanto la baja como la alta, mediante los marcos relacionales rígidos aprendidos, se convierte en un filtro omnipresente, interpretando nuestras acciones a través de la lente de la validación externa y no nos deja ver nuestros verdaderos valores.
Las personas que habitualmente ven a otras personas y sus logros sociales, económicos y profesionales bajo el filtro de una autoestima dependiente son más propensas a sentir descontento con la superioridad de los demás, tener la sensación de ser amenazadas y sufrir envidia, desarrollando un sentimiento crónico de inferioridad y mala voluntad hacia los demás favorecidos.
Si estas personas tienen una autoestima dependiente alta, un sentido más fuerte de su propio valor, pueden experimentar más conflicto y fusión con los pensamientos de su mente. Son más propensas a restringir su comportamiento prosocial hacia los demás que consideran exitosos y que ponen en peligro su valor. La envidia en personas con alta autoestima dependiente puede inhibir el comportamiento prosocial con aquellas personas (familiares, compañeros de trabajo, amigos) que amenazan su estatus.
También las personas con alta autoestima dependiente, al considerarse valiosas e importantes para los demás, están más dispuestas a beneficiar a los demás públicamente, en organizaciones voluntarias, pero no en anonimato y siempre que no amenacen su autoestima. Es más, al ayudar, demuestran aún más su valor y aumentan su autoestima. La envidia les impulsa a ganar superioridad sobre los demás.
El orgullo destructivo, insano está formado por los mismos mimbres que la envidia: definimos y describimos nuestro propio valor comparándonos, competitivamente, con los demás. Pero, a diferencia de la envidia, en lugar de querer lo que tienen los demás, plantear nuestra vida en función de lo que creemos que los demás han conseguido (bienes materiales o inmateriales), necesitamos invalidarlos, minusvalorarlos, menospreciarlos, imponiendo nuestras opiniones y nuestras decisiones, para sentirnos poderosos y superiores en cualquier conflicto, al tomar cualquier decisión, o simplemente en cualquier situación cotidiana.
Una autoestima dependiente siempre alta, puede conducir al ensimismamiento, egocentrismo, orgullo insano y al narcisismo, con una arrogancia y superioridad irrazonable hacia los demás que pueden llegar a manipular y utilizar a las personas para alcanzar sus propios objetivos.
Las personas con alta estima dependiente tienen un punto de vista favorable de sí mismos, considerándose a sí mismos como merecedores de resultados positivos. Tienen una mayor iniciativa y más confianza en realizar la mayoría de las tareas. Son más capaces de tomar medidas para resolver el conflicto en su mente. Confían ciegamente en sus propias capacidades, incluso cuando no hay evidencia que lo respalde, no necesitando dedicar tiempo a escuchar a los demás y considerar enfoques alternativos.
Por el contrario, si nuestra mente sugiere que estamos por debajo de la media, nuestra inflexibilidad cognitiva conlleva una rumia autocrítica. Cualquier acto, por pequeño que sea, nos limita, no podemos ser sinceros, no podemos ofrecer intimidad, se vuelve una amenaza pública, desencadenando preocupaciones, malestar y respuestas físicas adversas de las que intentamos escapar, luchar o controlar, incrementando el problema y, para no ser castigados, evitamos, procrastinamos, negamos, nos escabullimos, mentimos, enmascaramos nuestros sentimientos, emociones y opiniones, es decir nos autolimitamos y nos autoincapacitamos. De este modo pueden reforzarse nuestras respuestas de sumisión, y nuestro sentimiento de inferioridad.
Si nuestra forma de ser y estar en el mundo depende la mayor parte de las ocasiones de valoraciones externas, cualquier contexto, tanto con autoestima alta o baja, puede ser en un momento dado intimidante, amenazante y cualquier conducta puede esperar que sea invalidada y castigada.
Las consecuencias negativas comienzan con la evitación de riesgos, la dificultad para tomar decisiones, la vulnerabilidad al estrés en las situaciones difíciles y adversas, la dificultad para establecer relaciones sanas y la baja autoeficacia, incluso la compra compulsiva. Si el filtro de la mente es la autoestima dependiente, la interpretación de que cualquier cosa, por nimia que sea, si es pública, si nos van a ver, escuchar, oler o tocar, se convierte en amenaza y conlleva preocupaciones que nos hacen sentir mal, con dolor.
El diálogo interno negativo de nuestra mente, y la identificación de nuestro yo exclusivamente con pensamientos críticos, nos puede llevar a la autocrítica, a la culpa, a la vergüenza, a la envidia, al autodesprecio, al enfado, a la rumiación y a la catastrofización.
La vergüenza se considera una emoción autoconsciente acompañada de un sentimiento de estar evaluado costantemente por los demás, siempre expuesto a castigos, a refuerzos negativos, a censuras, a invalidaciones, a ser ridiculizado, a ser ignorado, a ser objeto de mofa... La vergüenza, como experiencia subjetiva, que nuestra mente ha aprendido, de la vergüenza suele asociarse a conductas respuesta como sonrojarse, evitar el contacto visual, bajar la cabeza, el deseo de esconderse o escapar.
Al darle vueltas a estas situaciones en las que sentimos vergüenza, con sufrimiento, entramos en bucle y como consecuencia de ello dormimos mal, nos oprime el pecho, nos falta el aire, nos ponemos nerviosos y nos quedamos en blanco, perdemos el control cuando estamos en público (con gente e incluso en la familia), se nos congestiona y se nos hace un nudo en la garganta, nos falta aire, experimentamos taquicardias, nos duele el estómago, nos mareamos, sudamos, nos ponemos en defensiva, tenemos deseos destructivos, nos inunda la impulsividad y la ira...
Una autoestima dependiente de valoraciones externas disminuye la percepción de nuestra capacidad para salir airosos de estas situaciones, nuestra autoeficacia, y nos crea inseguridad y desconfianza en el posible apoyo familiar o extrafamiliar que necesitaríamos. Nuestra mente ha aprendido a no creer en nuestras capacidades para organizar y ejecutar el curso de una acción necesaria para manejar situaciones futuras.
La autoeficacia incluye nuestra percepción de nuestra competencia para cumplir una actividad particular dentro de un marco de tiempo estipulado, haciendo frente a las dificultades o obstáculos de la situación. Si vemos la vida influenciados por nuestra mente, que mira la vida a través de una autoestima dependiente, nuestra insuficiente autoeficacia nos conducirá a responder a la vida de forma desconfiada, sin motivación, nos sentiremos insatisfechos y limitados.
La resiliencia, entendida como la capacidad que tenemos todos los seres humanos para tolerar, adaptarnos, superar, e integrar activa y creativamente en nuestro desarrollo personal y profesional, en nuestros contextos, con éxito, nuestro estrés, nuestras dificultades físicas y psicológicas, nuestros desempeños desafiantes y evaluativos, nuestras situaciones de riesgo, nuestros momentos de adversidad y fracaso, nuestros traumas... se ve desfavorecida por nuestras inflexibilidad e hiperreflexividad psicológicas, propias de una autoestima exclusivamente dependiente. De este modo, con una resilencia desaparecida y una autoeficacia limitada el estrés normal ante un desafío se transforma en ansiedad, miedo o pánico.
Según las últimas investigaciones, el 80% de los cuidadores/padres utilizan algún tipo de control psicológico en el contexto de la crianza de los hijos, lo que luego afecta negativamente el desarrollo de una autoestima genuina y compasiva. Además, no solo los padres influyen significativamente en el desarrollo de la autoestima de los niños, sino también los compañeros y los maestros.
A través de la retroalimentación directa o indirecta, como la posible promoción de comparaciones sociales o incluso la consideración condicional positiva para un buen desempeño, los compañeros y los maestros pueden afectar negativamente el desarrollo holístico de la autoestima.
El estilo de crianza tamiza la percepción de los niños y adolescentes de su marco formativo-educativo. A lo largo de la carrera académica de un niño, la escuela se vuelve más evaluadora y competitiva, por lo que la evaluación de los resultados del aprendizaje, en contraposición al proceso de aprendizaje, puede convertirse en el foco más importante.
Por ello la participación activa y democrática de los padres en la crianza protege a sus hijos de las dificultades de adaptación y los comportamientos problemáticos. La relación armoniosa, respetuosa y compasiva entre padres e hijos brinda un contexto seguro y de apoyo para su crecimiento personal y académico, promoviendo un enfoque que vincule la motivación y el esfuerzo con el proceso y la flexibilidad psicológica junto con la aceptación de un desarrollo adaptativo de su identidad.
Por el contrario, los estilos de crianza negativos, no compasivos, como el rechazo de los padres, la negación, la comparación, el castigo severo, los juicios y las críticas, pueden generar rigidez psicológica en los niños, haciéndolos más sensibles al estrés y a los reveses, sintiéndose inferiores e inseguros. Se ven obligados a cumplir con las expectativas de sus padres o sucumbir a sus valores y caer en una competencia interna excesiva, tratando de ganar reconocimiento y aprecio obteniendo rankings y recompensas.
Esto puede reducir su nivel de autoaceptación y obstaculizar el desarrollo de una identidad auténtica y contextualizada, así como su capacidad interactuar con los demás y de actuar autėnticamente con confianza, con valores y propósitos propios. La sobreprotección o el control psicológico por parte de los padres pueden debilitar la autonomía de los niños, fomentar una autoestima dependiente y condicionar un autoconcepto negativo, que puede conllevar conductas problemáticas y sufrimiento.
La autoestima es uno de los principales predictores tanto de la satisfacción con la vida como del bienestar mental. La autoestima dependiente es insegura y varía en función de las circunstancias externas y conduce a una tensión y presión constantes debido a la alta presión del resultado. A su vez, esto se traduce en una menor satisfacción con la vida y un mayor riesgo de dificultades psicológicas. Por tanto, se espera que la mayor satisfacción con la vida coincida con la autoestima genuina y autocompasiva, óptima y segura.
Todos somos seres humanos propensos a cometer errores y enfrentar fracasos en algún momento de nuestras vidas. Pretender ser inmune a estas adversidades es ilusorio y contraproducente. Aceptar nuestra humanidad es el primer paso hacia la autoaceptación y la autocompasión, liberándonos de la presión de la perfección y permitiéndonos aprender y crecer a partir de nuestras experiencias.
La autocompasión nos brinda la capacidad de ser amables con nosotros mismos en momentos difíciles, fortaleciendo nuestra resiliencia y una autoestima genuina no dependiente. Es crucial distinguir entre la autoaceptación y la autocompasión y comportamientos como el narcisismo, y la prepotencia, propios de una alta autoestima dependiente.
La verdadera fortaleza radica en aceptar nuestras debilidades y fortalezas, nuestros éxitos y fracasos, ganar unas veces y perder otras y cultivar la autocompasión y la humildad, lo que nos permite afrontar los desafíos, las situaciones estresantes con entereza y construir la vida que deseamos vivir basada en la aceptación y el aprendizaje continuo.
José Javier