Nuestra procrastinación, nuestra compañera


La procrastinación es una respuesta normal que todos tenemos, en algún momento, a la incomodidad. Más allá de ser un simple problema de gestión del tiempo, la procrastinación es una conducta de evitación aprendida a lo largo de nuestra vida para sobrevivir, un refugio al que hemos aprendido poco a poco a acudir para escapar de pensamientos, emociones y sentimientos negativos de inferioridad, de inseguridad, de vulnerabilidad, que nos generan malestar. 

Con la procrastinación, que nos acecha silenciosamente en muchos momentos de nuestra vida cotidiana, escapamos para no hacer, no ser, no estar en un determinado contexto o hacemos, actuamos, obsesiva y compulsivamente para no hacer lo que podríamos hacer.

En la base de la procrastinación encontramos  nuestra autoestima dependiente, aprendida, y contingente de la aprobación de los demás. Buscamos evitar el fracaso, la crítica y el juicio, postergando aquellas tareas que nos confrontan con nuestras inseguridades y nos hacen vulnerables, todo aquello que nos preocupa y nos amenaza. 

La procrastinación se convierte en nuestro mecanismo de defensa para protegernos del miedo y amenaza al fracaso. Nos permite mantener el control y evitar la posibilidad de fallar. Postergar las tareas nos aleja del riesgo de cometer errores y de no alcanzar la perfección que deseamos para que los demás nos consideren valiosos. 

Creemos, alejados de la realidad, que la procrastinación nos protege de la autocrítica y del juicio negativo de los demás, y controla nuestros sentimientos de incompetencia y de no estar a la altura. Postergar las tareas nos anestesia y nos crea una falsa sensación de alivio al evitar sentirnos incapaces o incompetentes ante la mirada juzgadora de los demás.

Si bien la procrastinación puede ofrecer una tranquilidad temporal, a largo plazo nos genera consecuencias negativas que no nos permiten vivir la vida que, en nuestro interior más íntimo y sincero sabemos, anhelamos vivir.

La acumulación de tareas pendientes aumenta el estrés y la ansiedad, así como nuestros sentimientos de culpa y vergüenza por no cumplir con nuestras responsabilidades. En la realidad del día a día nos supone la pérdida de oportunidades: postergar las tareas nos limita y nos impide alcanzar nuestras metas. Y es la pescadilla que se muerde la cola, porque deteriora nuestra autoestima genuina y alimenta todavía más nuestra autoestima dependiente aprendida en nuestra infancia y adolescencia. 

En este momento, no son nuestros padres ni nuestros profesores los que nos guían. Somos nosotros los responsables de elegir y decidir, de actuar con nuestras propias manos y pies. La procrastinación reincidente y cotidiana erosiona la confianza en nuestras capacidades y nuestra autoestima genuina se diluye.

Para lidiar con la adversidad que presentan los pensamientos y sentimientos difíciles, muchas personas luchamos inconscientemente con ellos procrastinando para hacerlos desaparecer o simplemente tratando de evitarlos. Estas estrategias pueden tener algunos beneficios a corto plazo, aunque no suelen funcionar bien a largo plazo. Si priorizamos no actuar, no hacer lo que deseamos hacer, renunciar a lo que verdaderamente queremos, evitando nuestras historias personales, terminamos construyendo nuestras vidas en torno a no sentirnos mal, en lugar de vivir bien.

¡Tenemos una alternativa! La aceptación radical (desde la raíz). A través de ella, podemos aprender a reconocer y aceptar las emociones y pensamientos que nos llevan a procrastinar, sin juzgarlos ni intentar cambiarlos. 

Las investigaciones han descubierto que adoptar una actitud de aceptación, de exposición mirando a nuestros deseos en lugar de procrastinar, meternos en la cama, tumbarnos en el sofá sin mirar el reloj, puede ser una estrategia más eficaz. Debido a que las cosas que más nos importan a menudo son también las que causan más dolor, evitar el malestar también tiende a significar evitar aquellos aspectos de la vida que más nos importan.

Superar nuestra barrera de la procrastinación no se trata solo de gestionar el tiempo, sino de transformar la relación con nosotros mismos, con nuestra autoestima. Al dejar de lado la evitación y aceptar nuestras emociones, podemos construir una autoestima más sólida y resiliente, capaz de afrontar los desafíos de la vida sin necesidad de recurrir a la procrastinación.

Aprender a aceptar actuando, en lugar de procrastinar o huir, se mejora con la práctica. Si dedicamos progresivamente menos energía a controlar lo que pensamos y más a vivir el presente con amabilidad y consideración a nosotros mismos, tendremos más energía para invertir en vivir la vida que deseamos. Es normal que al principio nos cueste aceptar nuestras emociones y actuar. 

Si podemos aceptar que la incomodidad es solo parte del cuadro de una vida bien vivida y que nosotros somos los pintores, nos permitirá actuar de acuerdo con lo que realmente nos importa. Las historias personales negativas generalizadas del pasado pueden ser un obstáculo para vivir bien en el presente, especialmente si nos dejamos atrapar por la idea de que la historia necesita cambiar antes de que podamos empezar a vivir. 

¡Podemos empezar a vivir ahora mismo y llevar a nuestro monstruo de la autoestima dependiente a dar un paseo, a correr nuestra maratón, en lugar de intentar controlarlo o evitarlo!

José Javier