Mi humildad, ¿barrera para mi autoestima genuina y autocompasiva?
El orgullo y la humildad son dos conceptos que a menudo percibimos como opuestos y que, en cambio, se interrelacionan cuando pensamos en cómo somos ante nosotros mismos y los demás, así como en cómo nos significamos en nuestra vida.
Incluso en distintos contextos, hemos aprendido distintos significados. Ser humilde puede que lo consideremos como una fortaleza o como una debilidad, y estar orgulloso del mismo modo, dependiendo de la situación, nuestra mente nos envía pensamientos, reglas y normas que nos hacen sentir como una debilidad o como una fortaleza. En realidad coexisten, se complementan e incluso se integran en el lenguaje: podemos estar orgullosos de ser, estar o comportarnos con humildad en una situación.
Cuando hablamos de orgullo positivo, nos referimos a esa sensación interna, íntima y únicamente nuestra (que no necesitamos publicar ni exteriorizar) de satisfacción y reconocimiento por nuestros logros, (éxitos y aciertos) alcanzados, por nuestra progresión en nuestros objetivos al encaminarnos día a día hacia nuestros valores, sin caer en la soberbia, arrogancia o vanidad, y al mismo tiempo, valoramos y reconocemos los éxitos de los que nos rodean. Al sentir este orgullo, retroalimentamos nuestra autoestima genuina y saludable, que impulsa nuestro crecimiento personal y nuestro bienestar emocional.
En la práctica, nuestra humildad tiene su espacio en la emoción y el sentimiento del orgullo constructivo, sano y saludable, la podemos considerar como una parte consustancial.
En nuestro orgullo impulsado por la autoestima genuina e independiente, se incluye el fundamento de la humildad. La humildad se centra en reconocer nuestras limitaciones y errores con aceptación y apertura, sin perder perspectiva nuestras fortalezas y los éxitos en nuestra historia vital.
La humildad también se relaciona con los demás porque integra tener una confianza en uno mismo (basada en la percepción íntima, amable y sincera de nuestras fortalezas y debilidades, así como de nuestros éxitos y fracasos) y reconocer la contribución de los demás en nuestros logros. Al sentirnos humildes, aceptamos con gratitud la ayuda y el apoyo de los demás.
Nuestra humildad se potencia con la autocompasión que se enfoca en tratarnos a nosotros mismos con cuidado, afecto, bondad y comprensión, (practicando el perdón y sin rumias) y especialmente cuando estamos sufriendo en situaciones difíciles, dolorosas (consustanciales con vivir), que incluyen los contextos de fracasos.
Nuestra humildad está relacionada con nuestra autopercepción y la disposición a aprender y crecer en el mundo que nos ha tocado vivir, al contrario de nuestra modestia que se centra en la percepción externa, cómo presentamos a los demás (para que nos vean con una determinada imagen que nos interesa) nuestras fortalezas y debilidades, así como nuestros fracasos y éxitos.
En este contexto, la humildad nos ayuda a mantenernos abiertos a nuevas experiencias y puntos de vista, reconociendo que siempre hay algo nuevo por aprender y mejorar. Esto nos permite valorar tanto nuestros logros y fracasos siempre en función de nuestra mejora y no en función de resultados, apreciando nuestros esfuerzos y estando dispuestos a aceptar críticas constructivas, amables, compasivas, contextualizadas (en función de nuestros verdaderos valores) y aprender de ellas sin resignación.
Nuestra mente puede, en ocasiones, ante determinadas situaciones, guiarnos hacia acciones que nos sitúan en una humildad "extrema", ser demasiado humildes, actuar desde una excesiva humildad. Nuestra mente aprendió en distintos marcos relacionales, contextos, y con diferentes personas a reaccionar de este modo para obtener consecuencias agradables o evitar las desagradables. Y lo aprendió porque nuestras conductas fueron reforzadas o no castigadas en el pasado.
Ahora, en una situación presente, nuestra mente puede invitarnos también a "sobrevivir" siendo y estando "muy humildes", extremadamente humildes. Esta actitud convierte nuestra humildad en una limitante, en un monstruo que nos acompaña y nos dirige, que nos lleva a evitar la incertidumbre y a escapar a la posibilidad de equivocarnos.
No nos deja vivir como realmente nos gustaría, ni ser ante nosotros y los demás como lo desearíamos, a pesar de que una "vocecita" en nuestro interior nos dice que podríamos (nuestro yo observador).
Esto sucede cuando no reconocemos nuestras mejoras, no encontramos suficientemente valiosos nuestros aciertos, subestimamos constantemente nuestras competencias en nuestros desempeños, incluso en los más exitosos, y en nuestras propias capacidades para resolver retos y afrontar desafíos y nos centramos en los "debería" y los "tendría que" y en nuestras debilidades, nuestras "imperfecciones".
Es una barrera porque no somos capaces de situar en el camino de nuestros valores los logros alcanzados y, consecuentemente, nuestra valía personal. Nos sentimos inferiores a los demás y nuestra mente nos lanza a autoexigirnos siempre un poco más, por una amenaza, en la mayor parte irreal, sin transcendencia, como es el miedo al fracaso.
Incluso somos incapaces de aceptar en nuestra intimidad el reconocimiento y la admiración de los demás, y como consecuencia "saborear" nuestros merecidos "aplausos", porque siempre encontramos algún "pero".
Si consideramos constantemente que no tenemos que valorarnos, o sentirnos con satisfacción por nuestras acciones, reforzamos los aprendizajes de la infancia y adolescencia para no valorarnos de una manera consecuente.
Sobre la base de esta manera de comportarnos está el aprendizaje de una autoestima dependiente, que siempre nos conduce a transitar en la vida, en nuestra cotidianidad, con una inseguridad en nosotros mismos, dudando constantemente, dependiendo de otras personas cercanas (familiares) o lejanas (en las redes) para que nos den su "plácet", su visto bueno.
Es tener una sensación de subvaloración constante que afecta negativamente a nuestra calidad de vida y a nuestras relaciones interpersonales, creando falsos apegos sustentados en la dependencia.
Si nuestra mente aprendió que para estar protegidos, apoyados, seguros, no agredidos, sin dolor en determinadas situaciones… tenemos que menospreciarnos a nosotros mismos o renunciar a reconocer nuestros propios logros y nuestras habilidades, y hemos automatizado esta manera de ser y estar en nuestro mundo, y ahora lo notamos y nos sentimos frustrados, insatisfechos e incluso resentidos, es una buena noticia.
Estamos notando la falsa y excesiva humildad, tomando perspectiva, en nuestro yo observador, en el cielo viendo cómo pasan los nubarrones. Hemos empezado a observar nuestros pensamientos y emociones sin identificarnos completamente, literalmente, con ellos, reconociendo que son solo una parte de nuestra historia y que, con toda seguridad, nuestra mente ha olvidado muchísimos episodios de éxito, porque está preparada para sobrevivir y se centra en recordar peligros y amenazas.
Esto nos ayuda a reconocer que nuestros pensamientos de humildad excesiva sobre nosotros no son necesariamente la verdad absoluta. Que nuestra imagen no es rígida, que tiene muchas posibilidades, que la vida está más allá de nuestra mente y de nuestros pensamientos.
Ahora podemos sentir que merece la pena intentar abrazar esta falsa humildad aprendida, nuestro monstruo, y darle la mano, llevarla en nuestro bolsillo, sin intentar eliminarla, ni cambiarla ni controlarla, mientras que comenzamos progresivamente, muy poco a poco, con flexibilidad, a expresar necesidades, deseos y opiniones en situaciones sociales, comenzando por las cotidianas, de forma clara y firme -aunque nos suenen divergentes en el contexto-, con asertividad y sin esperar siempre la valoración de los demás, confiando en nosotros, en nuestras fortalezas, en nuestra capacidad de mejora con nuestras debilidades e imperfecciones, sin renunciar a nuestros valores, a lo que anhelamos, a nuestros derechos.
Conforme logremos permitirnos y abracemos todas nuestras experiencias internas, ya sean pensamientos, emociones o sensaciones físicas, que nos conducen a nuestra humildad incapacitante y limitante, sin intentar cambiarlas o controlarlas, nuestros errores nos harán creativos, nos despertarán, nos liberarán, aprenderemos de ellos.
Nuestros fracasos nos motivarán a continuar progresando, a experimentar distintos caminos, nos ayudarán a cambiar de perspectiva cuando sea necesario. Sentiremos nuestros tropiezos -porque son nuestros pies los que caminan-, nuestros traspiés nos ayudarán a ver el mundo desde otro punto de vista, nos abrirán a nuevas ideas y experiencias. Comprenderemos que somos únicos e irrepetibles, que no somos menos ni más que nadie, que podemos tomar riesgos.
Caminar en la vida con errores y fracasos es lo habitual en todos nosotros. Reconocerlo con humildad no significa renunciar a nuestro valor personal, ni a tomar riesgos, sino que siempre podemos aprender en cualquier situación.
Observar nuestros errores con la perspectiva de la mejora, y entender nuestra mejora como nuestros pasos a la vida que queremos vivir nos hace ser capaces de discriminar la utilidad y, en consecuencia, ser más receptivos a los comentarios y perspectivas de los demás, reconociendo que no tienen todas las respuestas ni todas las habilidades.
Hemos llegado a donde estamos con numerosos aciertos con nuestras fortalezas y debilidades. Nuestra mente dirige a nuestra memoria para potenciar el recuerdo de aspectos negativos, difíciles y dolorosos de nuestra vida. Nosotros somos libres y suficientes para rememorar nuestros logros desde nuestra infancia.
Nuestros éxitos nos confirman que caminamos en la vida, que hemos progresado, que hemos mejorado, y que seguimos vivos y podemos explorar nuevas áreas de interés o aspirar a logros, nuevas oportunidades, desafíos y metas más ambiciosos conforme a nuestros valores (en lugar de actuar desde la necesidad de validación externa). Estamos abiertos a nuestra creatividad, a momentos de fracasos, de tropezones, mirando a nuestro alrededor con respeto y deseo de que los que nos rodean sigan su camino y sus valores, que no tienen por qué ser los nuestros.
También estamos dispuestos a aprender y retroalimentarnos de los demás porque nosotros no tenemos todas las respuestas ni todas las habilidades, ni somos infalibles. Además, podemos enseñar a los que nos demanden ayuda y apoyo desde nuestra valía y nuestro potencial.
Por terminar, desde el punto de vista desarrollado en este apartado, psicológicamente la modestia no tiene una correlación directa con la humildad. La humildad es el reconocimiento de las propias limitaciones y debilidades, sin negar las fortalezas. Implica una actitud abierta hacia el aprendizaje y la mejora, y se asocia a la consideración hacia los demás. Proviene de una autoestima genuina sana, un orgullo constructivo y una visión propia, íntima y realista de uno mismo. La modestia sincera (no la falsa modestia) es una manera de ser y estar en el mundo, una opción conductual de relación con los demás que hemos aprendido en nuestra infancia y adolescencia que nos lleva a no ostentar nuestras propias cualidades, logros o posesiones.
Aunque estemos orgullosos (de forma positiva y constructiva) de cómo nos va en la vida, somos discretos. En ocasiones, nuestra modestia está influenciada por nuestra inseguridad en un momento de nuestra vida y no queremos sobresalir demasiado para no ser envidiados por los demás, para no ser atacados, o en algún momento para no hacer sufrir a los que queremos, pensando que van a sentirse mal, comparándose con nosotros y con nuestros éxitos.
José Javier