“El modelo de crianza basado en el sacrificio incondicional y la protección sin acciones de empatía compasiva ha generado un ciclo de relaciones familiares cada vez más frágiles. La ausencia de reciprocidad en la infancia se traduce en un contexto relacional familiar de rebeldía sin estructura en la adolescencia, victimización y reproche en la adultez y abandono en la vejez.
Para romper este ciclo, es fundamental redefinir la crianza sobre la base del equilibrio entre dar y recibir, promoviendo una educación consciente y compasiva en la que:
• Los niños comprendan la importancia de la corresponsabilidad familiar desde temprana edad.
• La frustración, el malestar y el esfuerzo se normalicen como parte del desarrollo emocional.
• Se fortalezcan los valores de gratitud y reciprocidad intergeneracional.
El verdadero legado de los padres no debería ser el sacrificio silencioso, sino la enseñanza activa de una ética del cuidado mutuo responsable, donde dar y recibir sean principios fundamentales de la convivencia familiar.”
A. Reciprocidad a lo largo de la historia: el origen y la evolución del equilibrio entre dar y recibir
El principio “Honrarás a tu padre y a tu madre” ha sido central en muchas culturas, religiones y civilizaciones a lo largo de la historia, aunque con variaciones en su interpretación y aplicación.
Honrar no significa obedecer, sino reconocer su esfuerzo y amor, incluso si no siempre se está de acuerdo con sus decisiones o puntos de vista. Es una relación de respeto profundo, donde el hijo o hija valora a los padres como personas.
En el judaísmo, aparece en los Diez Mandamientos. Honrar a los padres incluye respetar su voluntad, no contradecirlos en público y cuidar de ellos en la vejez. La tradición enfatiza el equilibrio entre la obediencia y la justicia, permitiendo desobedecer si los padres piden a sus hijos algo inmoral.
En el cristianismo, Jesús reafirma este mandamiento en el Nuevo Testamento. Se enfatiza el amor, el respeto y el apoyo a los padres, pero sin dejar de lado la conciencia personal y la relación con Dios.
En el islam, el Corán establece el respeto y el buen trato a los padres como un principio fundamental. Se ordena la bondad y la compasión hacia ellos, evitando palabras de desprecio. Sin embargo, si los padres intentan desviar a la persona del islam, se permite desobedecerles con respeto.
En el hinduismo, se promueve el respeto y el servicio a los padres como parte del Dharma (deber moral). En el Manusmriti se enfatizan el respeto y el deber filial, afirmando que los padres son como dioses en la tierra. La tradición védica también destaca la responsabilidad de los hijos de cuidar a sus padres en la vejez.
En el budismo, el Sigalovada Sutta menciona que los hijos deben cuidar de sus padres, ser agradecidos, honrar su legado y continuar sus buenas acciones. Se enfatiza la gratitud y el respeto sin una obediencia ciega.
En el confucianismo, la piedad filial es uno de los valores centrales. Se espera que los hijos respeten, obedezcan y cuiden a sus padres, incluso sacrificando sus propios deseos.
En las civilizaciones antiguas, el respeto a los padres era un punto en común. En Egipto, estaba ligado al concepto de Ma’at (orden cósmico y moral). Textos como las Instrucciones de Ptahhotep aconsejan a los hijos escuchar y obedecer a sus padres. En Grecia, la Eusebeia (respeto a los mayores) era un valor fundamental. En Roma, la Pietas incluía la devoción a los padres y antepasados. La ley romana permitía a los padres un control casi absoluto sobre los hijos (pater familias).
En muchas sociedades indígenas de América, África y Oceanía, el respeto a los mayores es central. Los ancianos son considerados sabios y su consejo es fundamental para la comunidad. El honor a los padres implica apoyo material (vivienda, alimentos) y obediencia. La negligencia filial conlleva exclusión social y, en algunos casos, castigos corporales.
El concepto de crianza basado en “honrar a los padres” se transformó en la civilización occidental en el último tercio del siglo XX y el siglo XXI. La transición del “honrarás a tus padres” al “sacrificio por los hijos hasta que te mueras” refleja cambios sociales, filosóficos y económicos. A partir del último tercio del siglo XX, la relación entre padres e hijos experimentó una transformación radical. Los cambios socioculturales, la revolución de los derechos individuales y el auge del bienestar económico desplazaron progresivamente el eje de la crianza desde la fusión entre obediencia y amor hacia un modelo centrado en el bienestar emocional del niño.
La ruptura con la autoridad y el respeto tradicional marcó esta transición. A medida que avanzó la individualización (particularmente desde la Revolución Industrial), los roles de padres e hijos se transformaron. Los hijos empezaron a buscar su independencia lejos de casa y los padres, especialmente las madres, fueron empujados hacia el sacrificio personal en función del bienestar futuro de los hijos. En este contexto, el sacrificio parental comenzó a verse como la manera natural de expresar amor y dedicación.
Hacia mediados del siglo XX, la crianza en Occidente evolucionó a la par de la sociedad. Se basaba en una estructura jerárquica donde los padres cuidaban, se responsabilizaban, sacrificaban y amaban a sus hijos, al mismo tiempo que ejercían una autoridad incuestionable y aceptada de forma natural.
Sin embargo, a partir de los años 60 y 70, con la influencia de los movimientos contraculturales, se produjo un cuestionamiento generalizado de las figuras de autoridad, incluida la parental.
La obediencia dejó de ser un valor central y estructural de cohesión y se promovió una relación más horizontal entre padres e hijos, buscando un nuevo equilibrio entre obediencia y amor. A medida que los cuidadores dejaron de ser figuras unívocas de autoridad, los hijos comenzaron a ocupar un rol más activo en las decisiones familiares.
Surgió una familia pretendidamente más democrática, donde algunas decisiones incluso se podían negociar y los deseos y anhelos de los hijos adquirieron progresivamente mayor peso. Aunque este cambio favoreció una crianza más afectiva y participativa, también debilitó la transmisión de la responsabilidad y la reciprocidad, incorporando la validación externa como eje central.
Al mismo tiempo, el sacrificio absoluto de los padres, especialmente de las madres, se vio reforzado por las expectativas de la maternidad en la cultura occidental. Durante el siglo XX, las figuras maternas comenzaron a ser ideales de abnegación total, con la imagen de la madre sacrificada como norma.
Este patrón se reforzó con la presión social para ser “buenos padres”, entendida como ofrecer todo lo posible por los hijos, independientemente de las necesidades propias.
Mientras que en la mayoría de las civilizaciones el principio de honrar a los padres ha implicado una responsabilidad recíproca entre generaciones, la sociedad occidental contemporánea ha redefinido este vínculo, priorizando la felicidad del hijo en la infancia sin exigir reciprocidad en la adultez.
Este cambio ha impactado la cohesión familiar y plantea interrogantes sobre el futuro de las relaciones intergeneracionales en un contexto donde el equilibrio entre dar y recibir parece haberse debilitado.
a) La representación de los padres en los medios de comunicación y las redes sociales; b) la proliferación de libros sobre crianza y c) expertos en crianza que enfatizan ideales de perfección y enfatizan en la única responsabilidad de los cuidadores; y d) la cultura popular del happy flower, han reforzado la imagen del sacrificio y responsabilidad paternal sin límites.
Relatos de madres y padres dispuestos a hacer todo por sus hijos son comunes en narrativas familiares, promoviendo la idea de que el amor verdadero implica una entrega y dedicación absoluta, sin esperar una reciprocidad, en muchas ocasiones a costa de la salud, la carrera o los valores personales.
B. “Crianza sin reciprocidad: Alimento del sentimiento de derecho automático, ilimitado e indefinido de los hijos”
El proceso de crianza establece las bases fundamentales para las relaciones intergeneracionales, influyendo en la calidad de los lazos familiares a lo largo de la vida. En las últimas décadas, un cambio estructural significativo en los modelos de crianza ha desplazado el eje de la reciprocidad hacia un enfoque centrado en la sobreprotección y el sacrificio parental, a menudo sin una adecuada transmisión de corresponsabilidad emocional. Este fenómeno ha generado una erosión progresiva de los principios de mutualidad en las familias.
La paradoja final es que los mismos padres que sacrificaron su bienestar personal por sus hijos se encuentran con una generación que no percibe ese cuidado como una deuda emocional, sino como una imposición no deseada, incluso traumática, algo que deben aceptar y por lonque tienen que pedir perdón sin cuestionamientos.
Cuando los padres se enfocan principalmente en satisfacer todas las necesidades y deseos de sus hijos, con frecuencia a costa de su propio bienestar, los hijos pueden llegar a internalizar la idea de que el mundo entero debe girar en torno a ellos.
Este fenómeno puede llevar a los niños a adoptar actitudes de exigencia y un sentido de derecho automático, en lugar de aprender valores esenciales desde la empatía compasiva como la amabilidad, la gratitud y el sacrificio mutuo.
En este contexto, es de suma importancia que la crianza incluya el desarrollo de la reciprocidad, la responsabilidad y la gratitud, promoviendo una visión de la vida en la que las relaciones familiares se basen en un equilibrio justo entre dar y recibir.
El énfasis en recibir más que dar. Los hijos, acostumbrados a recibir constantemente lo que desean por parte de sus padres, pueden llegar a sentir que todo les pertenece o que su bienestar debe ser la prioridad absoluta.
La cultura de la gratificación inmediata, exacerbada por los avances tecnológicos y la sobreabundancia de bienes y servicios, refuerza la idea de que sus deseos deben ser satisfechos de manera inmediata. En lugar de aprender a dar y contribuir, muchos hijos crecen con una visión egocéntrica, en la que exigir se convierte en un comportamiento normalizado, tanto con los padres como en sus interacciones sociales.
Cuando los padres hacen sacrificios continuos por sus hijos, desde un punto de vista emocional, económico y temporal, el sacrificio constante puede ser interpretado inconscientemente por los hijos como algo que se da por sentado.
Si no se establecen responsabilidades claras y no se recibe un reconocimiento adecuado de los sacrificios y esfuerzos de los padres, los hijos pueden dejar de considerar que el dar de los padres es una parte fundamental de la relación. En lugar de valorar el esfuerzo de los padres, se puede generar una tendencia a exigir de manera constante, sin considerar el esfuerzo invertido.
La confusión de roles. En las familias donde los padres están demasiado centrados en educar, en formar a los hijos para el futuro, en solventar los momentos y experiencias frustrantes, y en satisfacer los deseos de los hijos sin establecer límites claros, puede producirse una inversión de roles.
Los hijos, en lugar de ser guiados por los padres, comienzan a “dirigir” las decisiones familiares. Este desequilibrio en la dinámica de poder lleva a los padres a sentirse atrapados en un ciclo de complacencia hacia sus hijos para evitar conflictos, mientras que los hijos refuerzan su sensación de autoridad sobre los padres. Este comportamiento contribuye a una falta de empatía emocional y compasiva, en la que el hijo exige sin sentirse responsable del bienestar familiar.
Una de las claves para evitar esta ausencia de reciprocidad emocional es la educación en límites claros y respetuosos, sustentados en valores fundamentales, como la reciprocidad y la responsabilidad. Sin embargo, en muchas familias occidentales, los padres, con la mejor de las intenciones, ceden a las demandas de sus hijos, tanto de forma explícita como implícita, para no decepcionarlos ni causarles frustración.
Los límites difusos contribuyen a que los hijos perciban que pueden exigir lo que deseen sin tener que ceder o dar nada a cambio. En lugar de aprender que la colaboración y el dar son valores centrales en las relaciones, muchos hijos desarrollan la mentalidad de que siempre pueden recibir sin necesidad de dar.
Cuando la ausencia de reciprocidad deviene en victimización. En muchos casos, los hijos aprenden a victimizarse para obtener lo que desean. Utilizan tácticas de manipulación emocional, como la culpa, el llanto o los reclamos, para forzar a los padres a ceder.
El enfoque de “todo por los hijos”, sin enseñarles responsabilidad ni reciprocidad, puede hacer que los niños lleguen a creer que tienen derecho a todo, sin importar las circunstancias o los sacrificios que los padres puedan estar haciendo.
El resultado de esta dinámica de “recibir” y “exigir”, sin aprender a dar ni a valorar lo que se recibe, es que muchos hijos desarrollan una visión distorsionada de las relaciones humanas, en la que sus deseos y necesidades se consideran prioritarios, y no sienten la necesidad de trabajar por ellos. Esto puede derivar en chantajes emocionales hacia los padres, aprovechándose de su dedicación incondicional.
Para contrarrestar esta dinámica, es fundamental que los padres, dentro de su rol protector, también enseñen el valor de dar, la importancia de la gratitud y la reciprocidad, así como el valor de honrar a los padres. Todo ello debe ir acompañado de límites claros, que ofrezcan un modelo de responsabilidad compartida en la familia.
Crianza desequilibrada y su impacto intergeneracional. La crianza desequilibrada, que prioriza la satisfacción incondicional de los hijos sin inculcarles la reciprocidad, genera un ciclo intergeneracional con consecuencias perjudiciales en tres etapas críticas: la adolescencia, la adultez de los hijos y la vejez de los padres. Este patrón refuerza dinámicas emocionales disfuncionales, que se caracterizan por la rebeldía, la victimización y, finalmente, el abandono filial.
Adolescencia rebelde: Entre la exigencia sin estructura y la falta de límites. El cerebro adolescente está en pleno desarrollo, especialmente en las áreas responsables de la regulación emocional y la planificación a largo plazo. En condiciones óptimas, la interacción con límites claros y el aprendizaje de la responsabilidad permiten una maduración progresiva.
Sin embargo, en contextos en los que se ha priorizado la satisfacción inmediata de los deseos sin exigir responsablemente una reciprocidad, se refuerzan esquemas mentales en los que el hijo siente que tiene derechos sin deberes.
La ausencia de límites claros y la priorización de los deseos infantiles sobre la educación del carácter resultan en adolescentes con baja tolerancia a la frustración y un sentido exagerado de derecho. La adolescencia es una etapa de desarrollo en la que se consolidan la identidad y la autonomía, y se ponen a prueba los modelos de crianza previos.
Un entorno donde los niños han sido protegidos pero no responsabilizados produce adolescentes que no han aprendido a modular sus deseos en función de principios más amplios, como la convivencia, la reciprocidad o el sentido de comunidad.
Este modelo de crianza, lejos de fortalecer la autonomía, produce adolescentes que necesitan desafiar constantemente su entorno para encontrar puntos de referencia, estructura, lo que genera una crisis en la autoridad parental y un aumento en los conflictos familiares.
En un contexto de crianza sin reciprocidad (ya sea consciente o inconsciente), donde los hijos han crecido sin enfrentar límites ni responsabilidades, se observan tres características comunes:
Baja tolerancia a la frustración y dificultad para aceptar normas. Si los adolescentes no han experimentado las consecuencias naturales de sus acciones en la infancia, pueden reaccionar con enfado, ira o frustración ante restricciones externas impuestas por la sociedad (escuela, normas de convivencia, trabajo).
Egocentrismo exacerbado que dificulta la empatía y la consideración de perspectivas ajenas. Cuando los hijos crecen en un entorno en el que sus necesidades son constantemente priorizadas sin reciprocidad, desarrollan la idea de que el mundo debe ajustarse a sus expectativas.
Si enfrentan correcciones académicas, no las perciben como consecuencia de sus propias acciones, sino como una “injusticia” impuesta por adultos que no comprenden su situación. Esto se ve reforzado si los padres, en lugar de ayudarles a asumir la responsabilidad de sus actos, los defienden ante los maestros, lo que refuerza su sensación de que el problema está en los demás, no en su comportamiento.
Rebeldía como mecanismo de distanciamiento y control. Ante la falta de estructura, el adolescente usa su libertad para desafiar los límites, con el fin de confirmar si realmente existen. En muchas ocasiones, esto resulta en la paradoja de padres que ceden ante la presión, debilitando aún más la autoridad familiar.
En ausencia de normas claras, basadas en valores sólidos, los adolescentes desafían a las figuras de autoridad, comenzando con los padres, como una forma de probar límites y obtener atención o control, sin considerar las consecuencias emocionales de sus padres y de las personas afectadas por su comportamiento.
Adultez. Narrativas de victimización y resentimiento. La crianza desequilibrada no solo impacta la adolescencia, sino que también moldea la percepción distorsionada que el individuo tiene sobre su propia historia y su lugar en el mundo.
Cuando la crianza ha estado marcada por la ausencia de empatía compasiva, por la falta de responsabilidad sobre los propios actos y por la gratificación incondicional, la adultez puede convertirse en un territorio hostil, donde el individuo siente que el mundo ya no responde a sus expectativas de cuidado y reconocimiento.
La transición hacia la adultez implica un proceso de diferenciación, en el que la persona asume la responsabilidad de su vida. Sin embargo, cuando el desarrollo ha estado marcado por la evitación de la frustración y la externalización y culpabilización de los problemas, surgen dinámicas psicológicas de miedo y ansiedad donde el individuo se percibe a sí mismo como víctima de su entorno.
La crianza infantil sin conciencia de reciprocidad, en lugar de generar seguridad, se traduce en adultos emocionalmente dependientes, con dificultades para asumir la responsabilidad de sus vidas y propensos a externalizar la culpa.
Si la adolescencia transcurre sin aprender la reciprocidad ni la responsabilidad, con ausencia de empatía compasiva, la adultez se convierte en una extensión de ese mismo patrón, donde se establecen dinámicas de dependencia y victimización:
Culpar a los padres por carencias percibidas. Incluso cuando los padres han brindado amor y recursos en abundancia, la falta de formación en reciprocidad y empatía genera la sensación de que la deuda emocional no ha sido saldada. Los hijos pueden interpretar retrospectivamente su crianza como insuficiente, aunque objetivamente no lo haya sido.
Repetición prolongada de patrones de dependencia emocional o material. Al no haber internalizado la autonomía, muchos adultos buscan en sus relaciones un sustituto del rol parental, a menudo contraponiéndolo a sus propios padres, esperando ser cuidados y atendidos sin asumir responsabilidades emocionales o económicas equitativas.
Mentalidad de víctima crónica y dificultades para asumir responsabilidad personal. Los fracasos y dificultades en la vida adulta son atribuidos a fallos en la crianza o a injusticias externas, en lugar de ser vistos como desafíos personales a superar.
Esta mentalidad dificulta el desarrollo de estrategias resilientes, impactando el crecimiento personal y profesional. La mentalidad de víctima crónica no solo obstaculiza el desarrollo personal, sino que también perjudica la relación con los padres, perpetuando una dinámica de exigencia constante que se extiende hasta la vejez de los progenitores.
Vejez parental. Abandono y conflictos filiales. Cuando los padres ya no pueden sostener el rol de proveedores incondicionales, se encuentran con hijos que, lejos de asumir la reciprocidad natural, priorizan su bienestar personal y desatienden el vínculo familiar.
El ciclo culmina en la etapa en la que los padres, tras haber dedicado su vida al bienestar de sus hijos, llegan a la jubilación y enfrentan la posibilidad de los reproches y el abandono filial.
Los hijos que han crecido recibiendo sin dar pueden interpretar el cuidado de los padres mayores como una “obligación no correspondida”, y resistirse a asumir esa responsabilidad.
Priorización del bienestar personal y dinámicas familiares fracturadas. La crianza centrada en la gratificación inmediata refuerza una mentalidad individualista, donde cualquier sacrificio personal es visto como una carga innecesaria.
Cuando los padres envejecen, el ciclo de “recibir sin dar” alcanza su punto culminante. Los hijos, que han crecido sin un modelo claro de reciprocidad, perciben el cuidado de los padres mayores como una carga injusta y evitan asumir responsabilidades que interfieran con su propio bienestar personal.
Los hermanos pueden entrar en conflicto por la distribución de responsabilidades, agravando aún más la fragmentación familiar. Los hijos pueden sentir que sus padres “ya hicieron su vida” y que ahora deben “disfrutar” de la suya sin cargas adicionales.