Una crianza sin traumas generacionales.
El cambio comienza cuando los padres pueden preguntarse:
El cambio comienza cuando los padres pueden preguntarse:
“El trauma intergeneracional no es un destino inamovible. Aunque las experiencias dolorosas del pasado pueden influir en la crianza y en las relaciones familiares, es posible interrumpir la transmisión del trauma mediante la conciencia, la regulación emocional y el establecimiento de nuevos patrones de crianza basados en la validación, el amor, la empatía compasiva seguridad, la conexión, la reciprocidad , la sinceridad y la flexibilidad.”
Este artículo se articula en torno a un caso real, descrito por la propia protagonista en redes sociales. En primer lugar, se contextualiza el caso y, a continuación, se analiza desde diversas perspectivas. Este artículo finaliza con las causas de los traumas generacionales más frecuentes hoy en día y las claves para diferenciar estos traumas de experiencias negativas, de malestar y de frustración, propias de la infancia y la adolescencia.
Caso real extraído de una red social
Isabel:
“Ayer me confirmaron que voy a empezar un nuevo trabajo dentro de la misma empresa donde estoy ahora, pero en un centro distinto y con más responsabilidad. Estaba muy orgullosa de mí misma y tenía muchas ganas de contarlo, hasta que llamé a mis padres.
Vivo fuera de mi país, en el norte de Europa, desde hace casi seis años. Parece poco, pero los años se van acumulando casi sin darte cuenta.
Cuando les di la noticia, mi madre sonrió y me dijo “enhorabuena”. Mi padre, en cambio, apenas reaccionó. Ni siquiera me felicitó. Se limitó a hacer preguntas con gesto serio, sin un atisbo de entusiasmo. Me gustaría creer que se alegra por mí y que está orgulloso, pero, como decimos aquí, eso sería más bien una ilusión mía.
A estas alturas, me gustaría decir que su falta de interés, de apoyo y de cariño me sorprende, pero no. Ya os podéis imaginar que nuestra relación no es cercana, ni mucho menos. Aun así, me habría gustado que reaccionara como un padre funcional, como un padre que quiere a su hija.
No es la primera vez ni será la última. Jamás olvidaré el día en que terminé oficialmente la universidad: ni sonrió, ni me felicitó, ni me dijo nada. Simplemente se quedó ahí, mirándome, mientras mi madre me abrazaba. Y como este, tengo muchos otros recuerdos grabados a fuego en la memoria.
Una vez más, mi padre me ha arruinado un momento que debería haber sido feliz. Y, por mucho que sea adulta, que haya sanado, que esté en paz con mi pasado, sus desplantes siguen doliendo. Me duele que esta persona sea mi padre. Me duele saber que no me merezco el padre que tengo.
¿Qué quiero decir con esto? Primero, que el trauma generacional existe. No se habla lo suficiente de él, pero está en todas partes. Así que, por favor, sed amables con los demás. Tenéis la oportunidad de dar palabras de amor y cariño a quienes os importan.
No podemos elegir la familia en la que nacemos, pero sí a las personas que nos rodean. Elegid bien a vuestra familia elegida.
Y a los futuros padres y madres, o a los que ya lo sois y estáis criando a vuestros hijos: no seáis como mi padre. Los hijos no olvidamos. A veces, tampoco perdonamos. Y es muy triste traer descendencia a este mundo sin hacer el mínimo esfuerzo por construir una relación sana.
Se acabó la turra.”
Introducción
El relato de Isabel está lleno de implicaciones y ausencias que solo pueden comprenderse desde un enfoque más profundo. Su narración desde la perspectiva de un trauma generacional, deja espacios vacíos, aspectos no contados que, si no se exploran, pueden llevar a interpretaciones erróneas o soluciones superficiales. Desde la perspectiva de las terapias contextuales, el foco no está en “sanar”, “reparar”, “coser”, “hacer las paces”, “perdonar” o en eliminar una experiencia dolorosa, sino en comprender cómo esta historia influye en la forma en que Isabel responde a su malestar y si sus respuestas le acercan o alejan a corto y a largo plazo de una vida guiada por sus valores.
Muchos padres primerizos que han vivido experiencias similares a la de Isabel sienten un miedo profundo a repetir con sus propios hijos los errores de sus progenitores “a ser malos padres”. Se preguntan constantemente cómo evitar que su historia afecte a la crianza y buscan estrategias para ofrecer a sus hijos un entorno emocionalmente más seguro. Pero la clave no está solo en evitar ciertas actitudes, sino en comprender qué respuestas emocionales y relacionales han aprendido de sus padres y las que aprendieron sus padres de sus abuelos, a lo largo de su vida y cómo estas influyen en su manera de criar.
La perspectiva incompleta de la historia. Isabel, como muchas personas en consulta, relata su experiencia desde su propia perspectiva, con todo lo que eso implica. Sin embargo, la historia de sus padres —y, en caso de haberlos, de sus hermanos— podría aportar elementos clave para comprender el contexto en el que surgieron sus aprendizajes emocionales. En terapia, es común encontrarse con narraciones fragmentadas, donde ciertos aspectos del pasado se recuerdan con nitidez mientras otros quedan fuera del relato. No se trata de forzar una interpretación distinta ni de minimizar su dolor, sino de ampliar la mirada para entender los antecedentes y las dinámicas que dieron forma a su experiencia, a sus reglas de comportamiento, y su forma automática de responder.
Para los padres que han crecido con figuras emocionalmente distantes, como el padre de Isabel, este aspecto es fundamental. A menudo sienten una presión intensa por ser emocionalmente disponibles con sus hijos, pero sin haber explorado a fondo su propia historia, corren el riesgo de sobrecompensar o actuar desde la ansiedad en lugar de desde la conexión genuina. La crianza no se trata solo de lo que se quiere evitar, sino de lo que se quiere construir.
La dificultad de explorar lo que no se dice. En casos de padres emocionalmente ausentes, como el de Isabel, no solo importa lo que la hija dice de su padre, sino lo que él no dice, no hace y no expresa. Los silencios, las omisiones y las reacciones ausentes tienen un peso en la interacción y en la construcción de significado. Desde las terapias contextuales, no se busca únicamente interpretar esos vacíos, sino trabajar con la forma en que Isabel responde a ellos en el presente. La ausencia de reconocimiento por parte de su padre no solo genera dolor, sino que también influye en la rigidez con la que Isabel se relaciona con su historia.
Este tipo de ausencias emocionales pueden generar en los nuevos padres un miedo constante a no ser suficientemente expresivos con sus hijos o a no validar lo suficiente sus emociones. Sin embargo, la validación emocional no se trata de una cantidad específica de palabras de aliento, sino de una presencia auténtica y una disponibilidad real para acompañar a los hijos en sus experiencias, sin que la ansiedad por ser “buenos padres” dicte cada respuesta.
El riesgo de una narrativa rígida sobre el trauma. Uno de los mayores peligros en el abordaje del trauma generacional es adoptarlo como una explicación única y cerrada de la identidad personal. Si el trauma se conceptualiza desde una visión mecanicista, como algo que debe “sanarse” o erradicarse, se pierde de vista la función de las respuestas aprendidas en la infancia y la adolescencia.
Este es un punto clave en la crianza: cuando los padres ven su propia historia como algo que los ha “roto”, es más difícil que puedan ofrecer a sus hijos una imagen flexible de sí mismos y de la vida. Sin darse cuenta, pueden transmitirles la idea de que el pasado determina el presente de manera inamovible, en lugar de mostrarles que es posible responder al dolor con apertura y movimiento, sin quedar atrapados en él. La clave no está en evitar el trauma a toda costa, sino en enseñar a los hijos que pueden relacionarse con sus experiencias difíciles sin que estas definan quiénes son.
Los efectos de una narrativa inflexible en la identidad. La forma en que una persona cuenta su historia moldea su identidad y sus interacciones. Isabel ha construido su sentido de sí misma, en parte, a partir de la reacción de su padre. Sin embargo, si explorara otros antecedentes y ampliara su perspectiva, podría generar una narrativa más flexible y menos condicionada por una única interpretación de los hechos.
Esto es esencial para los padres que temen transmitir sus heridas a sus hijos. Muchas veces, la crianza se convierte en una lucha por ofrecer lo contrario a lo que se recibió, en lugar de un proceso de construcción desde los valores propios. Si Isabel, en un futuro, se convierte en madre y su identidad sigue atada a la ausencia emocional de su padre, es posible que termine criando desde la reacción y no desde la autenticidad. Ayudar a los padres a flexibilizar su propia narrativa es, en muchos casos, la mejor manera de evitar la transmisión intergeneracional del dolor.
Análisis funcional-conductual del caso: el dolor de la desconexión emocional.
¿Un caso de trauma generacional?
Isabel describe un profundo dolor emocional derivado de la falta de validación por parte de su padre, especialmente en dos momentos clave de su adultez: su graduación universitaria y su promoción laboral. En ambos eventos, esperaba reconocimiento y orgullo paternal, pero recibió indiferencia. Para Isabel, esto no solo es una omisión de afecto, sino una desconexión emocional con impacto en su identidad.
Aunque estos hechos suceden en su adultez, parecen tener raíces en su infancia y adolescencia. Si su padre mostró frialdad constante, podría haber perpetuado un trauma generacional, transmitiendo patrones de desconexión emocional. Aunque no se conoce el contexto completo de su crianza, su testimonio evidencia el impacto de este patrón en su autovaloración. Este caso ilustra cómo el trauma generacional puede influir en las dinámicas familiares y la importancia de la consciencia para evitar repetir estos ciclos.
La perspectiva de Isabel: impacto de la falta de validación/La perspectiva del padre: indiferencia emocional y sus causas. Isabel ha internalizado la indiferencia paterna como una señal de que sus logros no son importantes. Esta falta de reconocimiento ha contribuido a creencias disfuncionales sobre su valía, haciéndola depender de la aprobación externa. Sin embargo, su relato se centra solo en su experiencia, sin considerar el contexto familiar ni la historia de su padre.
Es importante considerar que la actitud del padre no necesariamente responde a desprecio. Por ejemplo, podría haber creído que cumplía su rol al proveer para su familia, sin considerar que Isabel necesitaba una validación más explícita. En muchos casos, la desconexión emocional no es una decisión consciente, sino el resultado de experiencias previas donde la expresión afectiva no era habitual.
El padre quizás pudo haber crecido en un entorno donde demostrar orgullo o afecto se consideraba innecesario o incluso una debilidad. Si internalizó que el amor se expresa a través del deber y no de las palabras, es posible que no haya comprendido la necesidad de reconocimiento emocional de Isabel.
Quizás el padre de Isabel (incluso sus abuelos), pudo haber crecido en un entorno negligente donde la validación emocional era inexistente. Si enfrentó crisis de postguerra, crisis económicas, carencias alimentarias, paro, duelos o rechazo en su niñez, es posible que desarrollara una coraza emocional para protegerse. En estos casos, la afectividad se ve como una debilidad y se evita expresarla.
Si su padre nunca validó explícitamente sus logros, es probable que él mismo haya crecido en un ambiente donde la validación era escasa. Esto sugiere una transmisión intergeneracional del trauma, donde la falta de herramientas emocionales para expresar orgullo o afecto perpetúa el patrón aprendido.
Estos factores pudieron contribuir a la desconexión emocional en la crianza de Isabel. La repetición de patrones aprendidos, sin consciencia de su impacto, perpetúa el ciclo de trauma generacional.
La diferencia entre la intención paterna y la percepción filial. Un hijo no solo recibe lo que los padres le dan, sino que también interpreta la relación según sus necesidades emocionales y estilo de apego. En este caso, Isabel sintió indiferencia, pero su padre pudo haber creído que sí la apoyaba. Esta brecha en la percepción genera malentendidos que pueden derivar en resentimientos duraderos.
Cuando solo un progenitor brinda validación, el hijo puede seguir sintiendo un vacío, pues la aprobación de ambos es significativa. Si su madre fue una fuente de validación, Isabel pudo haberla percibido como algo esperado, mientras que la falta de reconocimiento paterno resaltó como una carencia más marcada.
Este caso resalta la importancia de la congruencia en la expresión del afecto. Las diferencias entre la intención implícita del padre, su respuesta explícita y la experiencia de Isabel han dejado huellas en su autoconcepto y confianza. La desconexión emocional en la infancia y adolescencia puede afectar el desarrollo psicológico, generando inseguridades en la adultez.
Para evitar estos efectos, los padres deben reflexionar sobre cómo sus propios patrones de crianza, influenciados por su historia personal, impactan la percepción de sus hijos sobre el amor y el valor propio.
Aunque Isabel ya es adulta y tiene autonomía, en su caso la falta de validación paterna (en otros adultos otros patrones) sigue influyendo en su identidad emocional. La ausencia de apoyo en momentos clave refuerza su creencia de que no es reconocida por su padre, llevándole a buscar validación en otros contextos.
Explorando la dinámica familiar: liberación de la dependencia emocional. Para Isabel, explorar la dinámica familiar completa podría ayudarle a liberarse de la culpa y aprender a validarse sin depender exclusivamente de la aprobación externa. Reflexionar sobre su relación con su madre y otros familiares puede darle una visión más amplia.
Aceptar a sus padres como adultos con su propia historia en su infancia y adolescencia, sin justificar sus acciones, le permitiría centrarse en vivir de acuerdo con sus valores, en lugar de quedar atrapada en la necesidad de reconocimiento.
Desde la perspectiva del padre, quizás él pudo haber sentido que hacía lo suficiente, aunque para Isabel no fuera así. Desde la madre, pudo haber habido una lucha entre su mundo emocional y las necesidades de su hija. Y desde Isabel, el vacío emocional se convirtió en una herida difícil de cerrar.
La madre de Isabel tuvo su propia infancia y adolescencia en un contexto relacional completamente diferente al del padre. Y a pesar de ello, han convivido y han “sacado adelante” a una familia. En ese contexto pudo haber intentado compensar la frialdad del padre (o no, acepta el modo su modo de ser y actuar), pero su influencia no fue suficiente para que Isabel se sintiera completamente validada. Muchas madres actúan como intermediarias emocionales, suavizando la falta de expresión paterna, pero esto no siempre es efectivo.
O quizás si la madre también enfrentó dificultades en su relación de pareja, su propio malestar pudo haber limitado su capacidad de brindar apoyo emocional a Isabel. En estos casos, la frustración dentro de la relación de pareja puede afectar la disponibilidad emocional de ambos progenitores.
Aun si la madre hizo lo mejor que pudo, Isabel recuerda con más intensidad la ausencia de reconocimiento paterno. Sin embargo, reflexionar sobre los momentos en que sí recibió validación materna podría ayudarle a fortalecer una visión más equilibrada de su historia.
La importancia del refuerzo positivo en la familia. Este caso resalta la necesidad del refuerzo positivo explícito y la validación emocional en la crianza. La desconexión emocional no siempre es intencional, pero puede generar inseguridades en los hijos si no se aborda adecuadamente. Quizás el padre de Isabel pudo haber sentido orgullo por ella, pero si no lo expresó de una manera que ella pudiera recibir, se generó un vacío. Si su padre accede a la red social y reconoce a su hija en el mensaje, en su narrativa interna, él podría pensar: “Siempre estuve ahí para ella, nunca le faltó nada. ¿Por qué dice que no la valoré?” Esto refleja una desconexión común en familias donde la validación emocional no fue promovida. En la crianza, es crucial que los padres sean conscientes del impacto de su presencia o ausencia emocional. No se trata de justificar errores, sino de comprender cómo influyen en la vida de sus hijos.
Romper el ciclo: de la indiferencia a respuestas alineadas con valores, transformando la historia familiar. Para superar este patrón, Isabel necesita integrar una mirada más amplia que considere la historia emocional de su padre y su propia necesidad de validación. Esto le permitiría resignificar su relación familiar sin quedar atrapada en la narrativa de vacío emocional.
Las terapias contextuales pueden ayudar a la familia. Y concretamente a Isabel a trabajar el impacto de la falta de reconocimiento en su identidad y autoconcepto. La indiferencia emocional no siempre es deliberada, sino el resultado de patrones familiares transmitidos por generaciones.
Lo más importante es recordar que la historia familiar no está escrita en piedra. Si los padres toman consciencia de sus limitaciones, pueden cambiar la narrativa y fortalecer la conexión con sus hijos. Si los hijos comprenden el origen de sus dificultades, pueden aprender a responder aceptando, validando y respondiendo conforme sus valores y evitar perpetuar el ciclo.
Respetar, comprender y validar la historia de nuestros padres no implica no reconocer las decisiones que fueron erróneas, pero sí reconocer cómo sus experiencias influyeron en su manera de criar. Este proceso de comprensión es clave para romper patrones y construir una crianza basada en valores y conexión emocional.
Muchos padres dieron lo mejor de sí, incluso si, desde nuestra perspectiva de hijos, eso no fue suficiente. Tal vez no sabían cómo expresar afecto con palabras, pero trabajaron arduamente para que no nos faltara lo básico, para que tuviéramos oportunidades en la vida, como la educación o los recursos para salir adelante. Quizá no entendieron ni nos validaron nuestras emociones de la manera que hubiéramos esperado, pero estuvieron presentes de la única forma en que sabían estar. Respetar su historia implica reconocer que ellos también fueron niños y adolescentes, con sus propias necesidades no atendidas; que actuaron según lo que creían correcto, aunque a veces eso nos haya causado dolor.
Aunque sus acciones pudieran no haber sido perfectas, el sacrificio que hicieron por nosotros fue real. Comprenderlos no significa negar el impacto que su crianza tuvo sobre nosotros. Se trata de mirar el pasado como antecedentes, sin resentimiento, sin exigirles perfección, sino con la aceptación y validación de que hicieron lo que pudieron con lo que sabían. Validarlos implica reconocer el amor y dedicación que hubo en sus acciones, incluso si no siempre fue expresado de la manera que hoy, con una perspectiva diferente, entendemos como adecuada. Tal vez no dijeron “te amo” con palabras, pero lo expresaron con noches sin dormir cuando estábamos enfermos, con horas extras de trabajo para darnos oportunidades, con comidas preparadas cada día, sin esperar agradecimiento.
Cuando, como hijos y eventualmente como padres, somos capaces de integrar esta mirada, dejamos de ver nuestra historia en términos de víctimas y victimarios. Ya no se trata de culpar o exigir lo que no nos dieron, sino de tomar lo bueno de esa historia, aceptar el malestar de lo que nos dolió y construir algo mejor para las siguientes generaciones, en consonancia con nuestros valores. Si nuestros recuerdos, como hilos teñidos de dolor e insatisfacción, nos han dejado cicatrices, no somos solo hijos heridos. También somos adultos capaces de transformar esa historia familiar. Y la mejor forma de honrar lo que nuestros padres hicieron por nosotros, de respetar su sacrificio y su esfuerzo, es usarlo como base para dar algo más consciente y completo a nuestros propios hijos.
Otra perspectiva
La reciprocidad emocional clave del bienestar adulto: de la exigencia a la gratitud en la relación padres-hijos. Al retomar el caso, podemos observar un conflicto intergeneracional en el que la hija, a pesar de haber recibido amor, protección y recursos de sus padres, mantiene una postura de exigencia unidireccional: los padres deben darle, reconocerle y validarle constantemente, pero ella no siente que deba hacer lo mismo por ellos. Este patrón se ha vuelto más visible en la sociedad actual, especialmente a partir de finales del siglo XX, por la influencia de corrientes psicológicas cercanas al “happy flower” y la difusión de estas ideas a través de redes sociales. Algunos hijos llegan a la adultez sin haber desarrollado una reciprocidad emocional con sus padres, creyendo que su papel es recibir sin la responsabilidad de comprender, agradecer o corresponder.
Desde la infancia, los padres se convierten en figuras de entrega incondicional: cuidan, educan, protegen y sacrifican su tiempo y esfuerzo para que sus hijos tengan lo mejor. Esto es lo natural en la crianza en la mayoría de las familias, con sus propios valores y su propia historia de crianza. Sin embargo, en la transición a la adultez, el equilibrio debería empezar a cambiar: el hijo debería reconocer lo recibido, desarrollar gratitud y comenzar a ver a sus padres como personas, no solo como proveedores, sino también como individuos con necesidades emocionales y materiales que merecen recibir, en una palabra, honrar a sus padres.
En este caso, la hija ha mantenido la misma mentalidad de la infancia: “Mis padres tienen que darme, siempre estarán ahí para darme, sin límites, es su deber (hasta que se deterioren física, cognitiva y psicológicamente), pero yo no tengo que dar nada a cambio”. No ha desarrollado empatía compasiva, lo que significa que no ha mostrado interés en la historia de vida de sus padres, no reconoce que ellos también tienen emociones, necesidades y límites, ni ha hecho la transición de hija, niña, que recibe, a adulta que respeta, comprende y da.
En su mente, sigue siendo la niña que merece todo, sin preguntarse qué necesitan sus padres. Isabel podría aceptar que los padres no están obligados a seguir validándola indefinidamente. La validación es un proceso mutuo: si ella quiere reconocimiento, también debe aprender a darlo. Agradecer no significa estar de acuerdo en todo, por muy importante que sea para cada uno, pero sí reconocer lo que se ha recibido. La validación no es un derecho eterno. Isabel podría, con ayuda, darse cuenta de que, aunque es normal buscar reconocimiento en la infancia, en la adultez debe construirse desde la reciprocidad. Podría preguntarse: “¿Estoy reconociendo a mis padres como personas, o solo espero que ellos me reconozcan a mí?”.
Si los padres han dado todo y han sido constantes en su entrega, pero reciben indiferencia o incluso exigencia sin gratitud, la frialdad no puede ser simplemente una falta de amor, sino un mecanismo de autodefensa. Puede ser que los padres sientan cansancio emocional: “Dimos tanto, sus estudios en la universidad, sus viajes…, ¿y ahora seguimos debiéndole?” Es posible que hayan intentado comunicarse y no hayan sido escuchados. Puede que hayan llegado a un punto en el que se preguntan: “¿Para qué seguir entregando, si nunca hay ni reconocimiento ni gratitud? Si somos invisibles para ella”. Si los padres están en este punto de desgaste, es importante que establezcan límites claros para proteger su propia salud emocional. Si la relación genera más desgaste que satisfacción, está bien poner límites. No es obligación de los padres seguir validando a un hijo que solo exige. Deben proteger su bienestar emocional. No es frialdad, es dignidad.
Los padres podrían aprender, con ayuda terapéutica, a no caer en el juego de seguir entregando sin reciprocidad. No se trata de cortar la relación, sino de no alimentar un vínculo desequilibrado. En terapia, podrían preguntarse: “¿Estoy dando desde el amor, desde la obligación, desde el miedo o desde la vergüenza ?” También podrían aprender a expresar su malestar sin culpa ni justificación. No es necesario que los padres sigan demostrando que lo han dado todo. Una conversación honesta podría ser: “Siempre te hemos querido y cuidado, pero sentimos que no hay reciprocidad. Nos gustaría que también nos vieras como personas”. Y finalmente (o no), aceptar que el reconocimiento puede no llegar de inmediato, o incluso, tristemente y con desgarro para los padres, puede que nunca llegue. Es posible que sus últimos años de vida estén marcados por el abandono emocional y físico. Algunos hijos tardan años en darse cuenta de lo que han recibido, mientras que otros, por desgracia para los padres, nunca lo hacen, porque sus recuerdos están únicamente construidos sobre experiencias negativas, de frustración, malestar y dolor (emocional y físico). A veces, la distancia y el tiempo permiten que la madurez haga su trabajo; en otras ocasiones, conllevan el desarraigo y el olvido.
Traumas intergeneracionales: de abuelos a padres y de padres a hijos
Los traumas intergeneracionales son experiencias dolorosas, patrones de sufrimiento emocional y relacional que se transmiten de generación en generación, afectando la forma en que los padres crían a sus hijos y cómo estos, a su vez, enfrentarán sus propias vidas. Los traumas intergeneracionales se transmiten de manera inconsciente. Se perpetúan a través la crianza y la cultura familiar, dando forma a patrones que pueden ser difíciles de romper sin consciencia y trabajo emocional.
Traumas por guerras y conflictos armados. Los traumas derivados de guerras y conflictos armados tienen un impacto profundo en la crianza intergeneracional. No solo afectan a quienes los vivieron directamente, sino que sus consecuencias pueden transmitirse a las siguientes generaciones a través de patrones de crianza marcados por el miedo, la desconfianza y la necesidad de control.
De abuelos a padres: El trauma de la supervivencia y la crianza basada en el miedo
Las personas que han vivido una guerra (en la Europa y en la España de los actuales padres primerizos sus abuelos) , especialmente si han perdido familiares cercanos o han estado expuestas a violencia extrema, pueden desarrollar respuestas emocionales que afectan su estilo de crianza. La experiencia del conflicto no solo genera estrés postraumático, sino que también puede moldear creencias rígidas sobre la seguridad y la supervivencia.
Los padres criados por sobrevivientes de guerra pueden haber crecido en un entorno emocionalmente frío o distante. Sus progenitores, marcados por el dolor y el miedo, pudieron desarrollar una crianza basada en:
• Hiperprotección y control: Un deseo de asegurar que sus hijos nunca pasen por lo que ellos vivieron, lo que puede traducirse en sobreprotección extrema o en una disciplina rígida e inflexible.
• Dificultades en la expresión emocional: Padres que no aprendieron a regular sus propias emociones pueden mostrarse fríos, distantes o incapaces de brindar validación afectiva.
• Vínculos basados en la obediencia y la disciplina extrema: La supervivencia en tiempos de guerra y postguerra requiere obediencia y control. Este esquema puede trasladarse a la crianza, con normas inflexibles y poco espacio para la autonomía infantil.
• Miedo crónico y visión pesimista del mundo: La guerra deja una marca de inseguridad constante. Esto puede generar un ambiente familiar ansioso donde el mundo es percibido como hostil, fomentando actitudes de desconfianza y alerta permanente.
De padres a hijos: La transmisión del miedo y el hipercontrol
Cuando estos padres, criados en un ambiente de control y protección extrema, forman sus propias familias, pueden replicar estos patrones con sus hijos, aunque con variaciones. En algunos casos, la respuesta es una crianza hipercontroladora, y en otros, una crianza hiperpermisiva impulsada por la culpa y el deseo de compensar la dureza con la que fueron criados.
Los efectos pueden incluir:
• Ansiedad y miedo excesivo por el bienestar de los hijos: Padres que, sin haber vivido la guerra, heredan el temor de sus progenitores y perciben el mundo como peligroso, limitando la autonomía de sus hijos por miedo a que sufran.
• Hipercontrol emocional y físico: Padres que intentan prever todos los riesgos, regulando de manera extrema la vida de sus hijos. Esto puede manifestarse en decisiones estrictas sobre con quién pueden relacionarse, qué actividades pueden hacer o incluso qué emociones pueden expresar.
• Una visión amenazante y pesimista del mundo: Creencias como “no puedes confiar en nadie” o “la vida es una lucha constante” pueden instalarse en los hijos, influyendo en su autoestima, su capacidad de exploración y su sensación de seguridad en el mundo.
Dificultades en la regulación emocional: Hijos que crecen en un entorno de alta ansiedad pueden desarrollar miedo al fracaso, una búsqueda constante de aprobación o una evitación de experiencias nuevas.
Trauma por opresión, discriminación racial, genocidio y lucha de clases. Las experiencias de opresión, discriminación racial, genocidio o marginación socioeconómica y lucha de clases generan traumas que no solo afectan a quienes las viven directamente, sino que pueden transmitirse a las siguientes generaciones a través de creencias, patrones emocionales y estilos de crianza. Estas experiencias moldean la identidad, la relación con la sociedad, con los otros más cercanos y la manera en que se educa a los hijos, influyendo en su percepción del mundo y de sí mismos.
De abuelos a padres: La crianza desde la desconfianza y la lucha por la supervivencia
Las generaciones que han vivido directamente la opresión—ya sea en forma de racismo sistemático, genocidios, marginación socioeconómica o represión política—desarrollan estrategias de afrontamiento que buscan proteger a su descendencia de los peligros que ellos mismos enfrentaron. Sin embargo, estas estrategias pueden venir acompañadas de un peso emocional que influye en la crianza.
Los padres que han sido criados por sobrevivientes de estas experiencias pueden haber crecido en un entorno marcado por:
• Desconfianza profunda en las autoridades y en las instituciones: La historia de opresión genera una visión donde el sistema está diseñado para perjudicar en lugar de proteger. Esto puede reflejarse en una crianza que enfatiza la autopreservación por encima de la cooperación con estructuras sociales.
• Miedo a las personas en posiciones de poder social o económico: La creencia de que los poderosos son enemigos puede generar una actitud de alerta constante hacia figuras de autoridad, dificultando la construcción de relaciones basadas en la confianza.
• Crianza basada en la lucha constante: La idea de que solo el esfuerzo extremo puede garantizar la seguridad y el respeto en la sociedad puede llevar a una educación rígida, con altas expectativas y poco margen para la vulnerabilidad emocional.
• Sentimiento de precariedad y necesidad de ascenso social: Si la supervivencia ha dependido de escalar social o económicamente, la crianza puede orientarse hacia la exigencia de éxito, priorizando la estabilidad sobre el bienestar emocional.
Estos padres pueden transmitir a sus hijos una mentalidad de “supervivencia”, donde las emociones se minimizan y la vulnerabilidad es vista como un peligro.
De padres a hijos: Identidad basada en la injusticia o en la desconexión cultural
Cuando estos padres, criados en un contexto de lucha y desconfianza, forman sus propias familias, pueden replicar estos patrones de diferentes maneras. Sus hijos pueden recibir un legado emocional complejo que se manifiesta en dos extremos: una identidad basada en la injusticia, el resentimiento, o en una mirada a los demás, a los otros o una desconexión de su propia cultura para evitar la discriminación.
Los efectos pueden incluir:
• Identidad basada en la injusticia y el resentimiento: Si los hijos crecen en un entorno donde la discriminación y la desigualdad son el foco del discurso familiar, pueden desarrollar una identidad en la que el sufrimiento y la lucha son centrales. Esto puede generar una sensación de impotencia, ira o desesperanza ante un mundo percibido como injusto, culpable e inalterable.
• Hipervigilancia y desconfianza social: Un legado de opresión puede hacer que los hijos crezcan sintiéndose constantemente en riesgo de ser juzgados o discriminados, lo que puede llevar a actitudes defensivas y dificultades en la integración social.
• Presión para el éxito como única vía de validación: Padres que han vivido la marginación pueden transmitir la idea de que solo mediante el esfuerzo extremo y la excelencia se puede obtener respeto, generando miedo, ansiedad y autoexigencia excesiva en los hijos.
• Desconexión cultural por miedo al rechazo: Algunos hijos, especialmente si crecen en entornos donde su identidad cultural es minoritaria, pueden internalizar la discriminación y rechazar sus raíces como estrategia para evitar el sufrimiento. Esto puede llevar a una alienación de su historia y una crisis de identidad.
El dilema principal que enfrentan los hijos de padres marcados por la opresión es cómo relacionarse con su propia identidad: abrazarla como un símbolo de lucha o alejarse de ella para integrarse en una sociedad que ha marginado a sus ancestros.
Trauma por exilio, desplazamiento y migración forzada. El exilio, el desplazamiento y la migración forzada son experiencias que no solo afectan a quienes las viven directamente, sino que dejan una huella profunda en la crianza de las generaciones siguientes. La pérdida del hogar, la ruptura con la identidad cultural y la necesidad de adaptación en un nuevo entorno pueden generar patrones emocionales y educativos que se transmiten de padres a hijos, influyendo en su sentido de pertenencia, seguridad y en la manera en que construyen su identidad.
De abuelos a padres: Entre la asimilación forzada y la rigidez cultural
Las personas que han sido obligadas a abandonar su país de origen—ya sea por guerras, postguerras, persecuciones políticas, crisis económicas o desastres naturales—se enfrentan a una experiencia de pérdida múltiple: del hogar, del idioma, de la comunidad y, en muchos casos, de su estatus social.
Esta pérdida puede generar dos respuestas opuestas en la crianza:
• Asimilación forzada: Para evitar la discriminación y el sufrimiento que conlleva ser percibido como extranjero, algunos migrantes intentan integrarse completamente en la cultura del país de acogida, dejando atrás su idioma, costumbres y tradiciones. En la crianza, esto puede traducirse en una exigencia para que los hijos se adapten al nuevo entorno sin cuestionamientos, minimizando o incluso ocultando sus raíces.
• Rigidez en la tradición: Por el contrario, otros padres pueden aferrarse de manera estricta a su cultura de origen, viendo en ella la única conexión con su identidad perdida. En la crianza, esto se refleja en normas rígidas sobre el idioma, la vestimenta, las relaciones sociales y los valores, generando una barrera entre los hijos y la cultura del país en el que crecen.
Independientemente de la respuesta adoptada, las familias desplazadas suelen experimentar:
• Inseguridad emocional y miedo al futuro: La pérdida del hogar puede generar en los padres una sensación de inestabilidad, transmitiendo a sus hijos la idea de que la seguridad nunca está garantizada.
• Enfoque en la supervivencia y el éxito material: Para muchos migrantes, la única forma de recuperar el sentido de estabilidad es a través del esfuerzo económico, lo que puede llevar a una crianza que enfatiza el éxito profesional por encima del bienestar emocional.
• Nostalgia y duelo no resuelto: La idealización del país de origen o el dolor por lo perdido pueden influir en la forma en que los padres ven el presente, generando una desconexión con el lugar donde crían a sus hijos.
De padres a hijos: Identidad dividida y dificultad en los vínculos
Los hijos de migrantes forzados crecen en un espacio intermedio entre dos mundos: el de sus padres, que a menudo mantienen una fuerte conexión con su cultura de origen, y el del país donde nacieron o crecieron, que puede percibirlos como diferentes. Esta experiencia puede generar:
• Identidad dividida: Muchos hijos de migrantes sienten que no pertenecen completamente a ninguna de las dos culturas: en casa son “demasiado del país de acogida” y en la sociedad son “demasiado extranjeros”. Esta ambivalencia puede generar una crisis de identidad y dificultades para definir quiénes son.
• Dificultades para establecer vínculos: La sensación de no pertenecer plenamente a ningún lugar puede hacer que estos niños y adolescentes tengan problemas para conectar con sus pares, sintiéndose fuera de lugar tanto en la comunidad de sus padres como en la sociedad en la que viven.
• Presión para ser “perfectos” y no decepcionar a la familia: En familias donde el éxito material es visto como la clave para la estabilidad, los hijos pueden sentir una enorme presión para cumplir con expectativas altas, lo que puede generar ansiedad, miedo al fracaso y sensación de insuficiencia.
• Vergüenza o rechazo de la cultura de origen: Si los hijos perciben que su cultura es motivo de discriminación o ridiculización, pueden rechazar activamente su idioma, sus tradiciones y hasta su propio apellido, intentando encajar en la sociedad mayoritaria.
El dilema de estos hijos no es solo cultural, sino también emocional: ¿cómo honrar el sacrificio de sus padres sin perder su propia identidad en el proceso?
Trauma por desastres naturales y crisis económicas extremas. Las familias que han experimentado la ruina económica, la pérdida de su hogar o la necesidad de depender de subsidios públicos para cubrir necesidades básicas como alimentación, ropa y vivienda, suelen desarrollar patrones de crianza marcados por la inseguridad y la escasez. Aunque las siguientes generaciones pueden crecer en contextos más estables, las heridas del pasado persisten, influyendo en su relación con el dinero, el trabajo y el bienestar emocional.
De abuelos a padres: Crianza desde el miedo y la inseguridad a la pérdida y la escasez
Cuando una familia ha vivido un desastre natural o una crisis económica extrema que ha resultado en la pérdida de su hogar, trabajo o estabilidad, se genera una mentalidad de supervivencia. Los abuelos que crecieron en estas condiciones pueden haber desarrollado creencias y estrategias emocionales que marcaron la crianza de sus hijos:
• Miedo constante a perderlo todo: Una vez que se ha experimentado la ruina, es difícil volver a sentirse seguro. Esto puede traducirse en una crianza basada en la prevención extrema, el ahorro excesivo o la idea de que “cualquier cosa puede desaparecer de un día para otro”.
• Crianza basada en la escasez: Se enseña a los hijos a “no desperdiciar” y a vivir con lo mínimo. Puede haber un énfasis en la austeridad, donde los deseos y el disfrute son vistos como lujos innecesarios.
• Desconfianza en la estabilidad económica y social: Si las instituciones o los empleadores fallaron en el pasado, es común que estos padres críen con la idea de que “no se puede confiar en nadie” y que el único camino seguro es el sacrificio constante.
• Énfasis en la autosuficiencia extrema: Puede haber una visión de que aceptar ayuda es una señal de debilidad, transmitiendo a los hijos la idea de que deben resolver sus problemas solos.
• Culpa por el consumo y el disfrute: El placer, los gastos en cosas no esenciales o incluso los momentos de descanso pueden verse como irresponsabilidades o lujos inaceptables.
Estos patrones crean una base emocional en la que el dinero y la estabilidad son vistos no como herramientas para la vida, sino como fuentes de ansiedad y temor.
De padres a hijos: Ansiedad económica, sobreesfuerzo y dificultad para disfrutar el presente
Cuando estos padres, criados en un entorno de inseguridad económica, forman sus propias familias, transmiten estos miedos y estrategias a sus hijos, aunque ya no vivan en la misma precariedad extrema. Esto puede manifestarse en diversas formas:
• Ansiedad económica crónica: Incluso en contextos de estabilidad, los hijos de estas familias pueden sentir un miedo constante a quedarse sin dinero o a perder lo que tienen. Pueden obsesionarse con el ahorro, evitar gastar en cosas que les dan placer o experimentar culpa cada vez que hacen una compra.
• Sobreesfuerzo y agotamiento laboral: Crecer con la idea de que el esfuerzo extremo es la única forma de evitar la pobreza puede llevar a los hijos a trabajar en exceso, priorizando la productividad sobre la salud o la vida personal.
• Dificultad para disfrutar del presente: Cuando se ha aprendido que la estabilidad nunca está garantizada, puede ser difícil permitirse vivir el momento sin pensar en los posibles riesgos del futuro.
• Temor al fracaso financiero: Los hijos de familias que han vivido crisis económicas pueden desarrollar un miedo irracional a equivocarse en temas financieros, evitando tomar riesgos o sintiendo una presión enorme por asegurarse de que “todo esté bajo control”.
• Patrones de consumo extremos: Dependiendo de cómo cada persona maneje la ansiedad económica, algunos pueden desarrollar una mentalidad de acumulación excesiva (“nunca sabemos cuándo vendrán tiempos difíciles”) o, por el contrario, un rechazo total al ahorro (“de todas formas, todo se puede perder, así que mejor gastarlo ahora”).
• Transmisión del miedo a sus propios hijos: La sensación de inestabilidad puede transmitirse nuevamente, incluso en contextos de seguridad, generando un ciclo de preocupación constante por el futuro.
La paradoja es que, aunque estos hijos pueden haber crecido con más recursos y oportunidades que sus padres, siguen viviendo con la misma sensación de precariedad, porque la mentalidad de escasez se ha interiorizado como parte de su identidad.
Trauma por abuso sexual, maltrato físico o emocional. El abuso, ya sea sexual, físico o emocional, no solo deja secuelas en la persona que lo sufre, sino que puede transmitirse de generación en generación de diversas maneras. Cuando no se aborda ni se procesa adecuadamente, puede generar patrones de crianza marcados por la negación, la minimización o la repetición del daño. La manera en que una generación lidia con este trauma influye directamente en cómo crían a sus hijos, afectando su sentido de seguridad, su autoestima y su capacidad para establecer límites saludables.
De abuelos a padres: Negación, minimización o repetición del patrón
Los padres que fueron víctimas de abuso en su infancia y que crecieron en un entorno donde este tema se ocultaba o se justificaba, pueden haber desarrollado diversas estrategias de afrontamiento para sobrellevar el dolor. Estas estrategias, a su vez, influyen en la crianza que ofrecen a sus hijos:
Negación total: Algunas familias eligen ignorar lo que ocurrió, enterrando el pasado como si nunca hubiera sucedido. Esto puede llevar a una crianza donde las emociones dolorosas no son reconocidas y donde no se habla de temas difíciles.
Minimización del abuso: En algunos casos, el abuso es racionalizado con frases como “esas cosas pasaban antes”, “todos los padres castigaban así” o “no fue para tanto”. Esto enseña a los hijos que el dolor debe ser soportado en silencio y que los límites pueden ser difusos.
Repetición del patrón: Cuando no se ha trabajado el trauma, algunos padres terminan reproduciendo la misma violencia con sus hijos, ya sea a través de abuso físico, castigos desproporcionados, insultos o negligencia emocional.
Crianza basada en la desconfianza: Si la persona abusada se sintió traicionada por figuras cercanas, es posible que críe a sus hijos desde el miedo, enseñándoles que el mundo es un lugar peligroso donde nadie es de fiar.
Desconexión emocional: Para algunos sobrevivientes, el abuso generó una necesidad de desconectarse de sus propias emociones como mecanismo de defensa. Esto puede reflejarse en una crianza fría, donde el afecto y el apoyo emocional son escasos.
Este tipo de crianza genera una atmósfera de silencio y confusión en la siguiente generación, preparando el terreno para nuevas dificultades emocionales.
De padres a hijos: Hipervigilancia o evasión de temas difíciles
Cuando estos padres, que crecieron en un entorno marcado por el abuso o la violencia, tienen sus propios hijos, pueden adoptar una de dos estrategias extremas:
Hipercontrol y sobreprotección: Algunos padres, temiendo que sus hijos sufran lo mismo que ellos, intentan controlarlo todo. Pueden ser excesivamente vigilantes con sus amistades, sus movimientos y sus emociones, enseñándoles que el mundo es peligroso y que la única forma de estar a salvo es evitando riesgos. Esto puede generar en los hijos:
• Miedo a tomar decisiones o asumir responsabilidades.
• Dificultades para confiar en los demás.
• Sensación de que el peligro siempre está cerca.
Evasión de temas difíciles: Otros padres, incapaces de enfrentar su propio pasado, evitan hablar sobre el abuso, la violencia o los límites corporales. Pueden criar a sus hijos sin herramientas para reconocer situaciones de riesgo o expresar sus emociones. Esto puede llevar a que los hijos:
• No sepan identificar relaciones abusivas.
• Tengan dificultades para reconocer y poner límites.
• Se sientan solos o confundidos en situaciones de vulnerabilidad.
En ambos casos, la consecuencia es la misma: los hijos crecen sin un modelo saludable de protección, afecto y autonomía.
Trauma por violencia doméstica. La violencia doméstica deja marcas profundas en quienes la experimentan, pero su impacto no se detiene en la generación que la sufre directamente. Cuando la violencia se convierte en parte del entorno familiar, los niños que crecen en ese contexto aprenden patrones relacionales basados en la agresión, el miedo o la sumisión, lo que influye en la manera en que formarán sus propias familias en el futuro.
De abuelos a padres: Normalización de la violencia o miedo extremo al conflicto
Los padres que crecieron en hogares donde la violencia era frecuente pueden haber desarrollado una de dos respuestas extremas:
Normalización de la violencia: Cuando la violencia se vivió como algo cotidiano y nunca se cuestionó, es posible que estos padres la vean como un mecanismo válido para resolver conflictos o imponer autoridad. Esto puede manifestarse en la crianza de varias formas:
• Uso de la violencia como método disciplinario (“a mí me criaron así y no pasó nada”).
• Relación de poder basada en la intimidación o el control.
• Transmisión de la idea de que la agresión es un medio legítimo para conseguir obediencia o respeto.
Miedo extremo al conflicto: En el otro extremo, algunos padres pueden haber desarrollado una aversión total a cualquier tipo de confrontación, ya que la asocian con peligro o sufrimiento. En su crianza pueden:
• Evitar cualquier discusión o desacuerdo, transmitiendo a los hijos la idea de que el conflicto es inaceptable.
• No poner límites claros por miedo a generar tensión en la familia.
• Criar desde la pasividad, sin ofrecer modelos de resolución sana de conflictos.
En ambos casos, los hijos crecen sin un modelo equilibrado de relaciones sanas, lo que los hace vulnerables a repetir patrones disfuncionales.
De padres a hijos: Relaciones basadas en la sumisión o la agresión
Cuando estos padres, que crecieron en entornos violentos, forman sus propias familias, es probable que transmitan dinámicas de relación problemáticas a sus hijos. Esto puede manifestarse en dos patrones principales:
Relaciones basadas en la sumisión:
• Los hijos aprenden que el amor y la convivencia implican soportar agresiones.
• Pueden desarrollar miedo a expresar su opinión o defenderse en situaciones de abuso.
• Crecen con bajo autoconcepto y autovaloración, sintiendo que su bienestar es menos importante que la paz familiar.
• Pueden desarrollar dependencia emocional en sus relaciones futuras, tolerando maltratos por miedo al abandono.
Relaciones basadas en la agresión:
• Los hijos pueden adoptar el rol de agresores, replicando la violencia que vieron en su infancia.
• Aprenden que la fuerza es una herramienta para controlar o imponerse en una relación.
• Pueden usar la intimidación en la familia, la escuela o el trabajo, repitiendo el patrón de dominación.
• En algunos casos, esto deriva en violencia filio-parental, donde los hijos terminan agrediendo a sus propios padres.
En ambos casos, la violencia se mantiene como parte de la dinámica familiar, perpetuándose de una generación a otra.
Trauma por pérdida de seres queridos y duelos no resueltos. El duelo en la infancia y adolescencia es una experiencia devastadora que puede dejar huellas profundas en la vida emocional y relacional de una persona. Cuando un niño pierde a sus padres o hermanos a una edad temprana, el dolor no siempre se procesa adecuadamente, ya sea porque el entorno no permite la expresión del sufrimiento o porque el niño carece de herramientas emocionales para afrontarlo. Como resultado, este duelo no resuelto se convierte en parte de la dinámica familiar y se transmite de generación en generación.
De abuelos a padres: Padres emocionalmente ausentes o sobreprotectores
Los padres que crecieron con una pérdida significativa en su infancia o adolescencia suelen desarrollar estrategias de afrontamiento que, sin darse cuenta, influyen en la crianza de sus propios hijos. Estas estrategias pueden manifestarse de dos formas principales:
Emocionalmente ausentes:
• Pueden haber aprendido a reprimir el dolor y, en consecuencia, tienen dificultades para expresar emociones con sus propios hijos.
• Evitan conversaciones sobre la muerte o las pérdidas, transmitiendo la idea de que estos temas son tabú.
• Se desconectan afectivamente en momentos de crisis, dejando a sus hijos sin el apoyo emocional que necesitan.
• Pueden parecer fríos o distantes, no porque no amen a sus hijos, sino porque han desarrollado un mecanismo de defensa contra el dolor.
Sobreprotectores:
• Temiendo perder a sus hijos como perdieron a sus seres queridos, desarrollan un estilo de crianza basado en el miedo.
• Limitan la autonomía de los hijos por miedo a que algo malo les ocurra.
• Son hipervigilantes con la salud y el bienestar de sus hijos, generando una sensación de fragilidad constante.
• Pueden ser emocionalmente demandantes, buscando en sus hijos la conexión afectiva que perdieron en el pasado.
Ambas respuestas pueden generar en la siguiente generación dificultades para lidiar con la tristeza y el miedo a la pérdida.
De padres a hijos: Niños que sienten tristeza sin saber por qué o que asumen el rol de cuidadores emocionales
Cuando los padres arrastran un duelo no resuelto, los hijos pueden absorber ese dolor sin comprender su origen. Esto se traduce en dos posibles patrones:
Niños que sienten tristeza sin saber por qué:
• Pueden crecer con una sensación de melancolía o vacío que no pueden explicar.
• Sienten que hay algo en la familia de lo que no se habla, lo que genera una carga emocional difusa.
• Pueden desarrollar ansiedad o miedo al abandono, incluso sin haber experimentado una pérdida directa.
• En algunos casos, pueden sentirse responsables del bienestar emocional de sus padres, tratando de “llenar el vacío” que dejó la pérdida.
Niños que asumen un rol de cuidadores emocionales:
• Detectan el dolor de sus padres y asumen la responsabilidad de hacerlos sentir mejor.
• Se convierten en niños maduros antes de tiempo, suprimiendo sus propias necesidades para atender a los adultos.
• Crecen con la sensación de que su valor en la familia está en su capacidad de brindar apoyo emocional.
• Pueden tener dificultades para expresar sus propias emociones, porque creen que no deben “cargar” a sus padres con sus problemas.
Estos niños, al llegar a la adultez, pueden repetir los mismos patrones con sus propios hijos, perpetuando una crianza donde la tristeza y la sobreprotección siguen presentes.
Trauma por adicciones en la familia. Las adicciones dentro de una familia afectan mucho más que a la persona que las sufre. Cuando un padre, madre o cuidador tiene una adicción (alcohol, drogas, juego, tecnología u otras conductas compulsivas), el hogar se vuelve inestable y la crianza se ve alterada. Los hijos que crecen en estos entornos desarrollan estrategias para adaptarse, pero muchas de ellas los marcan de por vida y pueden replicarse en generaciones futuras.
De abuelos a padres: Crianza caótica o negligente
Los padres que crecieron con figuras de apego adictas pueden haber experimentado una infancia marcada por la imprevisibilidad, la inestabilidad emocional y la falta de seguridad. Dependiendo de la gravedad de la adicción en su familia de origen, pueden haber desarrollado dos grandes estilos de crianza:
Crianza caótica:
• La imprevisibilidad es una constante; los límites y las normas cambian según el estado emocional del progenitor.
• Pueden reaccionar de manera impulsiva, con explosiones de ira o períodos de total permisividad.
• La estructura familiar se vuelve inestable, lo que genera en los hijos inseguridad y dificultades para confiar en los adultos.
• Puede haber negligencia emocional o incluso física, si la adicción impide cubrir las necesidades básicas de los niños.
Crianza negligente:
• Algunos padres, al haber crecido en un hogar donde la adicción dominaba la dinámica familiar, pueden distanciarse emocionalmente de sus propios hijos.
• Pueden tener dificultades para conectar con las emociones de sus hijos, replicando el abandono emocional que vivieron.
• Evitan el conflicto y los límites por miedo a parecerse a sus propios padres.
• En casos extremos, pueden desarrollar su propia adicción como mecanismo de afrontamiento.
En ambos casos, los hijos de estos padres crecen con una sensación de inseguridad y aprenden que el mundo es un lugar impredecible, lo que puede afectar su forma de relacionarse en la vida adulta.
De padres a hijos: Niños que asumen roles parentales o que desarrollan problemas de regulación emocional
Cuando los padres han crecido en un entorno marcado por la adicción, su crianza puede hacer que sus propios hijos desarrollen dinámicas disfuncionales. Los dos patrones más comunes son:
Niños que asumen roles parentales (“parentificación”)
• En hogares donde hay adicción, los hijos muchas veces se ven obligados a asumir responsabilidades que no les corresponden.
• Pueden encargarse de cuidar a sus hermanos menores, gestionar conflictos familiares o incluso cuidar a sus propios padres.
• Aprenden a reprimir sus necesidades emocionales para priorizar las de los demás.
• Desarrollan una madurez prematura, pero con un alto costo emocional, lo que puede llevarlos a vivir con estrés crónico y sensación de agotamiento.
• En la adultez, pueden convertirse en personas que siempre buscan cuidar a los demás, olvidándose de sí mismos.
Problemas de regulación emocional
• La inestabilidad en la crianza hace que estos niños tengan dificultades para manejar sus emociones.
• Pueden presentar ansiedad, depresión o explosiones emocionales, sin saber cómo gestionarlas de forma adecuada.
• Algunos desarrollan conductas impulsivas o buscan refugio en adicciones propias para calmar su malestar.
• Pueden tener problemas de apego en sus relaciones, oscilando entre la dependencia emocional y el miedo al compromiso.
• En algunos casos, pueden repetir el patrón y desarrollar adicciones similares o diferentes (sustancias, tecnología, trabajo, relaciones tóxicas).
Diferencia entre límites, situaciones difíciles y frustrantes, estilos de crianza libremente elegidos por los padres y traumas generacionales
Cuando los hijos en su edad adulta interpretan todas las acciones de sus padres al poner límites como traumas, suele haber varios factores en juego. No siempre se trata de un trauma real, sino de una combinación de percepción subjetiva, narrativas personales, validación social y, en algunos casos, procesos emocionales no resueltos. No todos los límites son traumáticos, pero en la adultez, algunos hijos pueden reinterpretar su infancia con una mirada más crítica, confundiendo experiencias normales con traumas. Esto no significa minimizar experiencias difíciles, sino permitir que el adulto se relacione con su historia de una forma más libre, sin quedar atrapado en la interpretación de que todo lo que vivió fue un trauma.
Ejemplo de límites sanos (pero vistos como “traumáticos” en la adultez):
• “Mis padres no me dejaban salir hasta tarde y se enfadaban cuando volvía a casa borracho. Todos mis amigos lo hacían y sus padres no los controlaban” → Interpretación adulta como trauma: “Me controlaban demasiado y me impidieron disfrutar mi adolescencia.”
• “Me enseñaron a compartir con mis hermanos aunque a veces no quería” → Interpretación adulta como trauma: “Nunca validaron mis emociones y me forzaron a reprimir mis deseos, teniendo preferencia por mis hermanos.”
• “No me compraban todo lo que pedía” → Interpretación adulta como trauma: “Me hacían sentir que no merecía cosas y por eso tengo problemas de ansiedad y autoestima.”
Es cierto que hay límites mal gestionados, pero también hay casos en los que el adulto, desde su perspectiva actual, siente que cualquier norma o frustración vivida en la infancia fue un trauma.
Ejemplo de límites que sí pueden haber sido traumáticos:
• Padres que impusieron reglas con miedo, culpa o castigo excesivo.
• Limitaciones impuestas sin explicación ni espacio para el diálogo.
• Uso de la humillación, el silencio o el abandono emocional como “castigo”.
La clave no es si hubo límites, sino cómo se establecieron y cómo fueron vividos emocionalmente.
Hoy en día, muchas personas recuerdan su infancia con herramientas psicológicas que antes no estaban disponibles. Esto es positivo, pero en ocasiones se produce un fenómeno donde todo lo que generó malestar en la infancia se etiqueta automáticamente como “trauma”.
• Influencia de las redes sociales y discursos virales: Muchas narrativas populares promueven la idea de que cualquier dificultad emocional proviene de un trauma infantil y por consecuencia los padres son culpables y tienen que sanarse y pedir perdón.
• Tendencia a la sobreidentificación con el sufrimiento: Algunas personas encuentran en la idea del trauma una explicación a sus dificultades actuales profesionales y de relación, lo que puede reforzar una visión victimista.
• Falta de diferenciación entre malestar normal y trauma real: Frustraciones, límites y experiencias difíciles son parte de la vida, pero no siempre dejan heridas traumáticas.